"Y cómo era su piel?
Blanca, como la pálida luna.
Y cómo eran sus cabellos?
Dorados, como las arenas del desierto.
Y cómo eran sus ojos?
Azules como las flores de heliotropo.
Y cómo eran sus labios?
Rojos, como sus benditas lágrimas."
(Fragmento de una cancion popular: "La Dame des Hospitaleurs")
Ayesha escapó de Constantinopla sóla junto con una caja negra bellamente tallada en la que viajaba el casco de Wigostos, el collar de barro y poco mas. Sir Gavin, caballero templario, la encontró vagando por los caminos de Siria arrastrando la pesada caja. Su aspecto era deplorable: el vestido casi convertido en andrajos, cubierta de polvo y sangre seca, las mejillas hundidas, los ojos enfebrecidos con una chispa de locura asomando en la desesperación de su mirada. Impelida a seguir adelante, huyendo de lo que fuera que había dejado atrás, la airada voz y las hirientes palabras de un hombre que no pudo perdonarla. Apenas sin voz después de meses de soledad, sin hablar con nadie por temor a que su acento la delatase. Pero a pesar de su lamentable aspecto, Sir Gavin la reconoció como la dama que había defendido a su Príncipe, y por ello le ofrecióp su ayuda. La llevó con él hasta Krak des Chevaliers donde su belleza y melancolía hicieron mella en el ánimo de los caballeros que la acogieron a su cuidado. Ayesha sufría. Atrás había dejado a Sraemus, pero las últimas palabras del Tzimisce habían sido para maldecirla.
En el castillo, dedicaba la mayor parte del tiempo a orar y a meditar, sin salir a penas de sus habitaciones. Cuando caía la noche se la veía vagando por los pasillos del castillo, y en las noches de luna llena, su figura, siempre vestida de blanco y son sus dorados cabellos como un brillante manto dorado, semejaba una prístina aparición bajo los rayos del astro nocturno. "Un ángel", decían algunos.
Se dedicó también a ofrecer ayuda y consuelo a los heridos que llegaban al castillo. Su sola presencia aliviaba los corazones de los moribundos que abandonaban este mundo con una sonrisa en sus labios.
Cierta noche trajeron entre los heridos a un caballero alto, bien parecido, de piel muy blanca, de cabello negro, largo y ligeramente ondulado, con los ojos de un extraño color dorado. Ayesha estuvo cuidándole durante noches, pero finalmente, los monjes que atendían a los enfermos desahuciaron al desdichado caballero. Ayesha pasó toda la noche rezando junto al lecho del moribundo. Su terrible destino abrumaba de tal manera a la dama que comenzó a llorar lágrimas de sangre. Aún en su agonía, el asombrado caballero, alargando su mano rozó con sus dedos el rojo líquido, conmovido por el dolor de la hermosa dama que lo había velado con tanto amor, se los llevó a los labios para besarlos y caer en la inconsciencia. Al día siguiente los asombrados enfermeros no podían creer lo que veían sus ojos, el moribundo seguía vivo y sus heridas se habían curado.
La dama intentó en vano restar importancia a su intervención, adjudicando el mérito a Nuestro Señor y a la Fe del joven caballero. Pero pronto se extendió el rumor de que en Krak des Chevaliers había un ángel que cuidaba de los caballeros que caían en combate en Tierra Santa.
Una increíble avalancha de heridos comenzó a llegar a la fortaleza. Ayesha brindaba sus lágrimas a todos aquellos que lo necesitaran. Los monjes que cuidaban a los heridos recogían las lágrimas y las distribuían entre los mas graves con la bendición de Dios.
Mientras tanto, el "ángel" se consumía de melancolía. Una noche, después de ofrendar su dolor por los heridos sufrió un desmayo. Sir Gavin en persona la tomó en sus brazos y la llevó a sus aposentos en lo mas profundo de la fortaleza.
Una vez a solas le recriminó el abandono que había hecho de su persona:
- Mi señora, si no os alimentáis entraréis en letargo, o tal vez peor, en frenesí y acabaréis matando a alguien.
- El Letargo. Estoy tan cansada. Sería agradable poder descansar, dormir, quizás para siempre.
La dejó acostada en el sencillo lecho y abandonó la habitación con gesto preocupado. A la noche siguiente, cuando fueron a despertarla, la encontraron fría e inmóvil sobre el lecho. Aturdidos, llamaron a Sir Gavin. Cuando entró en la habitación, había una sombra de compasión en su mirada.
Construyeron para ella un sarcófago de claro cristal para que los que llegaban hasta allí pudieran contemplar el ángel.
No pudo la muerte alterar su hermosura y quiso la Gracia de Dios conservar su cuerpo incorrupto a través de los años. Cuando, finalemente, los infieles tomaron de nuevo Tierra Santa y con ella la fortaleza, sir Gavin y unos pocos y escogidos caballeros ocultaron el cuerpo de la Madona de los Hospitalarios, como ya se la conocía.
Los infieles removieron cielo y tierra en su busca, pero no consiguieron encontrarla. Amparada por la Fe de sus anfitriones continúa esperando la resurrección del cuerpo y del alma.