sábado, 4 de octubre de 2025

PERIODOS DE MI VIDA: EPLA (Escuelas Profesionales Luis Amigó)

El patio y el tren

En el patio del colegio siempre había un mar de chicos. Nosotras éramos tan pocas que bromeábamos calculando a cuántos nos tocaba cada una: más de treinta por cabeza. Un bosque de ramas técnicas: Química, Metal, Automoción, Electricidad… y nosotras perdidas en medio, como islas diminutas. En clase de asignaturas comunes nos juntaban con otra rama pequeña, Imagen y Sonido. Éramos tan pocos que acabamos por conocernos todos de memoria.

Yo subía cada mañana al autobús escolar, con el estómago lleno de expectación. Había quien venía en tren desde otros barrios. Nos buscábamos en el patio, entre empujones y corrillos. Una mirada bastaba para recordarme que, incluso entre tanta multitud, alguien podía fijarse en mí.

El chalet de las convivencias

El colegio tenía un chalet en el pueblo, reservado para las llamadas “convivencias”. Nos llevaban allí un par de días, entre rezos, canciones y charlas. El moderador era un fraile viajero, Eliseo, marchoso, que nos enseñaba películas sobre niños de la calle en Sudamérica. Quisieron remover nuestras conciencias adolescentes, y lo consiguieron: volví tan distinta que hasta mis padres me dijeron que estaba rara.

Pero aquella convivencia dejó otra huella, mucho más personal. Allí recibí mi primer beso en la boca. No lo esperaba, y la sorpresa se mezcló con el vértigo de sentirme deseada por primera vez.

El golpe y la risa

Aquella ilusión se torció pronto. En el patio lo evitaba, y entre sus amigos corría un rumor: que yo le había pedido salir, que él había dicho que no, que ya me había “probado”, como si fuera una fruta en el mercado. Nunca supe si realmente salió de su boca o fue la malicia de algún amigo. Da igual: el daño estaba hecho, y me dolió infinito porque no era verdad.

Por suerte tenía a mis amigas. Ellas me rodearon como una muralla y empezaron a buscarle defectos al supuesto galán: que si la voz ridícula, que si el pelo mal peinado, que si su cara de acelga. Reíamos tanto que el dolor se fue deshaciendo. Fue la primera vez que comprendí que la amistad también cura: a veces con un abrazo, a veces con carcajadas.