✦ Un Vástago Ideal ✦
Inspirado en “Un Marido Ideal”, por Oscar Wilde. Adaptado a los oscuros
callejones y los aún más oscuros salones de la Camarilla de Boston.
👑 Sir Robert Chiltern → Robert Chiltern,
Ventrue
Un joven y brillante Primógeno de clan Ventrue. Modelo de virtud
Camarillesca, caballero ejemplar, símbolo del orden. Tiene un pasado que guarda
bajo siete llaves: ascendió a su posición actual gracias a un trato con una
figura del Sabbat, en tiempos de guerra. Aquel pacto le aseguró la información
necesaria para destruir a un traidor… y le abrió el camino al poder. Hoy, ese
pacto duerme. Hasta que no.
🎭 Lady Gertrude Chiltern → Gertrude, Toreador
moralista
Su esposa. Un icono de rectitud en los salones de Elysium. Cree que su
marido es el ideal vampírico encarnado. Vive en una burbuja de belleza y orden,
y no tolera la fealdad moral. El descubrimiento de la verdad podría
destrozarla… o transformarla.
🥂 Mrs. Cheveley → Cheveley, Lasombra exiliada
La joya de la adaptación. Una antigua Lasombra que abandonó el Sabbat
tras su colapso y fue rechazada por la Camarilla. Ha conservado pruebas del
pacto de Robert con los suyos, y regresa ahora como una dama refinada,
peligrosa y exquisitamente vestida. Chantajea a Robert para que la ayude a
consolidar su estatus dentro de la Camarilla de Boston. No busca dinero, busca
legitimidad.
💋 Lord Goring → Lord Goring, Dandi Malkavian
Un Malkavian deliciosamente inútil, eterno diletante, que parece no
tomarse nada en serio. Sin embargo, bajo su ironía se esconde una mente afilada
y una lealtad inquebrantable. Guarda sus propios secretos… y sabe más de lo que
aparenta sobre el pasado de Robert.
🎀 Mabel Chiltern → Mabel, Ghoul (o Chiquilla
en proceso)
Hermana menor de Robert, humana aún… o tal vez no del todo. Su encanto
y descaro la convierten en una figura amada en Elysium, aunque algunos Ventrue
la miran con recelo. Su relación con Lord Goring es tan peligrosa como
deliciosa. Si se convierte en chiquilla, será un escándalo. Si no, será una
tragedia.
📜 TRAMA PRINCIPAL
Robert está a punto de ser nombrado Senescal. La ciudad lo respeta. Su
esposa lo idolatra.
Pero llega Cheveley, con una elegante sonrisa y un pergamino antiguo
que contiene pruebas del pacto con un Sabbat. Le propone un trato: o apoya su
aceptación en la ciudad, o hará públicos sus pecados pasados.
Robert entra en pánico. Acude a Lord Goring, que juega al dandi… pero
comprende el juego político mejor que nadie. Mientras tanto, Gertrude descubre
todo y debe enfrentarse no solo a la traición, sino a la realidad de que su
“vástago ideal” no existe.
En paralelo, Mabel y Goring viven su propio tira y afloja: dos seres
atrapados entre el deseo, el peligro y una sociedad que no está lista para lo
que representan.
🎭 TEMAS
v
La hipocresía moral de la Camarilla.
v
El poder como máscara.
v
La imposibilidad de ser verdaderamente
"puro" bajo la Mascarada.
v
El valor del perdón y la caída de los ídolos.
v
La risa como resistencia frente al horror.
✦
Un Vástago Ideal ✦
Escena
I — Elysium, Boston Athenaeum
(Donde
los secretos duermen entre libros antiguos y los pecados se visten de gala.)
El Elysium de Boston —el
venerable Athenaeum— brilla esa noche con una luz tenue, de esas que no
iluminan, sino que acarician las sombras. La aristocracia vampírica desfila
como un desfile de máscaras sin antifaz: hay seda, hay miradas contenidas, hay
carcajadas que no suben del pecho.
Al fondo del gran salón, entre
columnas de mármol y primeras ediciones que ya no leen ni los Toreador, Robert
Chiltern, Primógeno Ventrue, recibe elogios que no desea.
Gertrude, su esposa, flota a su lado como
un cisne de hielo, irradiando virtud. Su vestido blanco contrasta con el
terciopelo negro del resto. Su sonrisa dice: Todo está en orden.
Lord Goring, con el pelo algo más largo de lo
necesario y un broche de amatista inútil en la solapa, juega con un vaso sin
contenido. Nadie sabe por qué está ahí. Todos se sienten incómodos
preguntándose si sabe más que ellos.
Y entonces...
Entra Cheveley.
Como una tormenta vestida de
burdeos. Como un poema gótico que decidió vengarse. Lleva un abrigo largo,
guantes que no se quita, y un brillo en los ojos que dice: "He vuelto.
Y esta vez, quiero lo que es mío."
Cheveley (a Robert, con sonrisa cortés):
—Primógeno Chiltern. Qué
encanto reencontrarte. Boston no ha cambiado tanto… tú sí.
Robert (inclinación casi imperceptible):
—Cheveley. Qué… inesperado. No
sabía que seguías con vida.
Cheveley (una carcajada que roza el
insulto):
—La vida es tan...
sobrevalorada. Pero el prestigio, Robert, eso sí perdura. ¿Puedo robarte un
momento? Prometo devolvértelo con intereses.
Antes de que Robert pueda
contestar, Gertrude aparece, radiante y cortante.
Gertrude:
—No creo haber tenido el placer.
Cheveley (con reverencia perfectamente
medida):
—Oh, el placer es enteramente
mío. La Gertrude. Virtud
encarnada. La Camarilla debería embalsamarte para la posteridad.
Gertrude (con una sonrisa que huele a
cuchillas de plata):
—Afortunadamente, no he muerto
aún. Pero qué amable.
Cheveley (a Robert, bajando la voz):
—El pasado es como un cadáver
mal enterrado, querido. Y esta noche… alguien está cavando.
A unos pasos, Lord
Goring observa el intercambio como quien contempla una obra en tres actos.
Bebe de su copa vacía. Mabel, sentada en el respaldo de una silla, lo
patea con un zapato pequeño, irritada.
Mabel:
—¿Qué haces?
Goring:
—Presencio la caída de Ícaro, versión Camarilla. Con un vestuario espléndido,
eso sí.
Mabel:
—¿Quién es ella?
Goring (con sorna):
—Alguien que viene a reclamar…
lo que no olvidó.
Mabel:
—Me encanta. ¿Crees que me dejarán sentarme cerca cuando explote todo?
Goring:
—Solo si prometes no aplaudir.
Mabel (inclinándose):
—Prometer, jamás. Pero puedo
brindar.
Y mientras en la biblioteca más
antigua de Boston, los pecados comienzan a resucitar, el verdadero espectáculo
apenas comienza. Cheveley ha traído documentos sellados con sangre vieja. Robert
tiene demasiado que perder. Gertrude, demasiado que no está dispuesta a saber. Y
Mabel... solo quiere que alguien se atreva a vivir con un poco de descaro.
✦ Fragmento del Diario de Mabel Chiltern ✦
Entrada sin fecha. Papel fino,
tinta turquesa. Letra rápida, casi alegre. Huele vagamente a jazmín y a
problemas inminentes.
Querido diario,
Esta noche ha sido como una
ópera en cámara lenta: nadie cantaba, pero todos gritaban en silencio. Y
por supuesto, el telón no cayó… simplemente se deslizó hacia atrás, como si
alguien —pongamos por caso, una señora Lasombra exquisitamente envenenada— lo
hubiese arrancado con una sonrisa.
Ella entró como si la hubieran
llamado con urgencia para animar el funeral de la decencia.
Cheveley.
Y yo me pregunto, ¿por qué todos los nombres que suenan a champán barato
terminan oliendo a pólvora fina?
Observaciones varias:
— Gertrude, impoluta,
como siempre. Parecía tallada en marfil, lo que me hace pensar: ¿acaso el
marfil
alguna vez ha tenido dudas?
— Robert, tenso como
corsé de debutante. No tanto por la señora Cheveley como por algo que ella trae
entre manos (y no hablo de sus
guantes).
— Goring, deliciosamente
insoportable. A veces me dan ganas de besarlo solo para hacerlo callar. O para
oír qué diría después, que es peor.
— Yo, la más cuerda del
lugar, lo cual es alarmante teniendo en cuenta que estuve tentada de robar una
primera edición solo para ver si alguien lo notaba.
Frase de la noche (pronunciada
por mí, modestia aparte):
"Algunos usan la máscara
para esconder lo que son. Otros, para soportarlo."
Goring me lanzó una mirada que
decía "quiero escribir eso en una servilleta y firmarlo como mío".
Pero no le di el gusto. He aprendido a quedarme con mis frases, al menos las
buenas.
Hipótesis de escándalo:
Cheveley no ha venido solo a
bailar en el Elysium. Viene con cuentas antiguas, de esas que no se pagan con
favores… sino con sangre fría. Y me atrevería a apostar mis pendientes (los de
ónice, no los de esmeralda, aún los quiero) a que Robert no podrá mantenerse
limpio si esto sigue.
Conclusión nocturna:
Las noches de Boston se están
volviendo más divertidas de lo recomendable. Y lo peor —o lo mejor— es que
me están empezando a gustar. Creo
que debería hablar con Goring. O no. O sí. Pero primero, una copa. O dos.
Firmado con un suspiro y un
poco de carmín,
Mabel
✦ Escena II — “La Tentación de Decir la Verdad” ✦
Salón secundario del Athenaeum.
Una habitación olvidada por los importantes, con divanes demasiado cómodos para
intrigas serias. Es aquí donde se esconde quien no quiere ser visto… o quien
quiere ser visto por la persona adecuada.
Lord Goring está tumbado en un diván con la
languidez de un gato que nunca ha cazado nada salvo frases. Lleva el cuello de
la camisa ligeramente desabrochado —un gesto que, en él, equivale a una
declaración política— y juega con un reloj de cadena que no marca la hora desde
1893.
A su lado, sobre una mesa baja,
reposa una copa de vitae que aún no ha tocado.
Mabel entra sin anunciarse, como quien
está demasiado viva (o demasiado inteligente) para pedir permiso. Lleva los
labios pintados del color exacto que tendría una sonrisa peligrosa.
Mabel (mirando alrededor, con fingido
fastidio):
—¿Siempre escoges las salas que
huelen a polvo, conspiración… y abandono emocional?
Goring (sin moverse):
—Solo cuando no estoy de humor
para cónclaves, condenas ni croissants caducados. Además, este diván tiene
memoria. Aquí se decidió, entre otras cosas, la muerte del arzobispo de
Providence y el destino de un retrato particularmente ofensivo de Mozart.
Mabel (dejando caer su bolso como quien
lanza una provocación):
—Y yo que venía solo por
conversación. Y quizás un beso. Pero no si vas a ser poético.
Goring (abriendo un ojo):
—¿Y si soy trágicamente lúcido?
Mabel (sentándose a su lado, sin
tocarlo):
—Entonces quizá solo me quede a
escucharte mentir con estilo.
Goring (pausa, mirada ladeada):
—¿Qué has venido a preguntarme,
Mabel?
Mabel (con tono de niña que juega con
fuego):
—Lo que todo el mundo quiere saber,
pero nadie dice en voz alta. ¿Qué quiere Cheveley de Robert? Y no me des esa
mirada de “me aburro con lo obvio”. Sabes perfectamente de qué hablo.
Goring (resignado, tomando por fin la
copa):
—Quiere legitimidad. Y para eso
necesita el pasado de Robert… o su futuro. Aún no ha decidido cuál prefiere
romper.
Mabel (cruzando las piernas,
lentamente):
—¿Y tú? ¿Vas a salvarlo?
Goring (mirándola por encima del borde
del vaso):
—¿Y si no lo merece?
Mabel:
—Oh, nadie lo merece. Ni siquiera tú. Pero algunos lo necesitamos. No por lo
que son… sino por lo que aún podrían llegar a ser.
Goring (casi susurrando):
—Siempre he odiado tu lucidez.
En ti parece casi… romántica.
Mabel (sonriendo):
—Y tú siempre has fingido no
necesitar amor. En ti parece casi… desesperado.
Se quedan en silencio. El reloj
de cadena se detiene del todo. Por un instante, no hay máscaras. Solo dos
criaturas demasiado lúcidas para fingir que no sienten.
✦ Fragmento del Diario de Mabel Chiltern ✦
Tinta púrpura esta vez. Letra más lenta. Página salpicada de pequeñas
marcas, como si la pluma hubiese dudado. Al margen, un dibujo: un diván con
cuernos.
Sobre divanes peligrosos y hombres que tiemblan con estilo
Esta noche, querido diario, me he sentado en un diván con un hombre que
nunca tiembla… pero esta vez, lo hizo. No de miedo. Ni de deseo (aunque no me
habría molestado). Sino de esa emoción horrible y preciosa que solo sienten los
que aún conservan algo parecido a una conciencia.
Lord Goring.
Sí, otra vez él. Ese encantador idiota que finge no entender nada
mientras entiende más que nadie. El mismo que cita tragedias griegas para
evitar hablar de sus sentimientos. El mismo que, cuando baja la voz, me hace
querer quemar el protocolo con una cerilla de carmín.
Datos recopilados:
— Cheveley no ha venido a hacer turismo emocional. Ha venido a destruir
o ascender. Y ambos caminos pasan por Robert.
— Goring lo sabe. Lo supo desde el primer gesto de guante.
— Lo va a ayudar. Lo niega. Lo hará igual.
— Está cansado. No físicamente —eso sería muy poco poético para él—,
sino moralmente cansado, como si llevara demasiado tiempo bailando con máscaras
que ya no le hacen gracia.
Frase no dicha (por poco):
“Si vas a salvar a alguien, asegúrate de que también te salves a ti.”
No la dije. Me miraba de esa forma que hace que una chica decente (o
casi) se calle. Tal vez por primera vez en la noche, no quería oír su
respuesta.
Posibilidades del futuro inmediato:
Goring se inmola en nombre del honor, como corresponde a todo idiota
elegante. Cheveley gana. Boston se convierte en un escenario de ópera barroca
con cadáveres bellos. Yo beso a Goring. Él me besa de vuelta. El mundo sigue
siendo terrible, pero al menos habría labios implicados. No necesariamente en
ese orden.
Conclusión del diván:
Los muebles antiguos guardan secretos. Y los hombres que saben
demasiado… también.
Firmado entre la costura de una mentira elegante y la verdad que aún
no me atrevo a pronunciar,
Mabel
✦
Escena III — “El Arte del Recuerdo” ✦
Una sala apartada del Athenaeum. Las velas son eléctricas, pero no se nota.
Las sombras se inclinan hacia quien mejor las paga. En el centro, una mesa sin
papeles. Y sin embargo, todo lo que importa está escrito entre líneas.
Robert Chiltern ha solicitado privacidad. El
Primógeno Ventrue —símbolo del orden, del deber, de la imagen impoluta— ha
cerrado la puerta tras él con mano firme. Pero no firme del todo. Su
camisa no está perfectamente almidonada. Eso ya dice demasiado. Frente a él, Cheveley
se quita lentamente los guantes. No lo hace por protocolo. Lo hace como quien
afila una daga de terciopelo.
Robert (seca y controladamente):
—Si tu intención era causar una
escena en el Elysium, lo has conseguido. Pero si buscas un lugar entre
nosotros, sabrás que este… no es el camino.
Cheveley (sentándose como si ya fuera dueña
del lugar):
—¿Sabes qué tienen en común los
caminos y las puertas cerradas, Robert? Ambos se abren cuando tienes la llave
adecuada. Y yo tengo una con tu nombre grabado.
Robert:
—Eso fue hace más de un siglo.
Cheveley:
—Y sin embargo, los documentos siguen en buen estado. Qué admirable es la
Ventruecracia: tan buena archivando los pecados como fingiendo que no los
cometió.
Robert (tenso):
—¿Qué quieres?
Cheveley (cruzando las piernas con
precisión quirúrgica):
—Simple. Un pequeño favor. Tu
voz. Tu voto. Tu venia. Quiero un puesto. Formal. Un lugar entre los tuyos. Quiero
que patrocines mi aceptación en la próxima reunión del Consejo. Que hables de
mí como alguien confiable. Valiosa. Estable. Nada que no hayas hecho ya por
otros con más sangre sucia y menos estilo.
Robert (bajando la voz):
—No puedo. No después de lo que
hiciste en Montreal. El Arconte aún…
Cheveley (interrumpiéndolo, con una sonrisa
de oro viejo):
—¿Montreal? Qué memoria tan
selectiva, Robert. Curioso que recuerdes mi indiscreción… pero no el pequeño
favor que tú mismo pediste a cambio de silencio. La carta que firmaste. El
envío de información a aquel “contacto externo”. ¿Cómo la llamaban entonces? Ah,
sí: Operación Vía Muerta.
Robert (un susurro de piedra):
—Si revelas eso, acabarás
muerta. Y no solo en el sentido poético.
Cheveley:
—Oh, Robert. Siempre tan legalista. No quiero tu muerte. Quiero tu palabra. Porque
en este juego, eso vale más que cualquier vida.
Cheveley se inclina. Extrae un
sobre de su bolso. Lo coloca sobre la mesa como si fuera una carta de amor.
Dentro: el documento firmado. Un
recuerdo de guerra. De ambición. De traición vestida de necesidad.
Cheveley:
—No te estoy pidiendo que mientas. Te estoy dando la oportunidad de que decidas
a quién protegerás esta vez. ¿A ti mismo? ¿A tu reputación? ¿O a esa
encantadora esposa tuya, que aún cree que los monstruos tienen modales, pero no
pasado?
Robert no responde. La carta
sigue sobre la mesa. Pero la jaula ya se ha cerrado. Con alfombra persa y
cortinas elegantes, sí. Pero una jaula, al fin.
✦ Fragmento del Diario de Mabel Chiltern ✦
Página doblada en la esquina.
Tinta negra esta vez, como si el buen humor hubiese hecho una pausa. Una flor
seca entre las hojas. Huele a incienso... y a decepción anticipada.
Sobre cartas que no deberían
existir y hombres que no saben decir “no”
Anoche pasé por el pasillo azul
del Athenaeum. Ese donde las paredes están tan llenas de retratos antiguos que
parece que los antepasados te juzgan por cada pensamiento. Allí vi la puerta
cerrada. La de la sala privada. Y el leve parpadeo de un silencio demasiado
denso. Estaba él dentro. Robert.
Con ella. Cheveley. Y por alguna razón —llámalo intuición, mal presagio
o pura estética— supe que no era un encuentro casual. Ni cortés. Ni salvable
con diplomacia.
Cosas que sé sin pruebas (pero
con estilo):
- Cheveley tiene algo en las
manos. Y no hablo de su manicura perfecta.
- Robert ha hecho algo. En el
pasado. O en el presente. O las dos cosas, que es lo que más me preocupa.
- Nadie chantajea a un Ventrue
sin armas.
- Nadie se deja chantajear… sin
una grieta previa.
Frase que no dije (pero se me
clavó en el paladar):
“Los pecados más feos no son
los que cometemos. Son los que decidimos conservar.”
Goring me diría que estoy viendo
fantasmas donde solo hay sombras. Que dramatizo. Que soy joven y me dejo llevar
por mi imaginación. Y tiene razón. Pero también sé leer los silencios. Y el de Robert,
esta noche, fue el de alguien que ha sido golpeado con algo más pesado que la
verdad.
Posibilidades inmediatas:
– Robert cede. El precio
será alto, pero no inmediato.
– Gertrude descubre
todo… y su concepto de “amor” colapsa como un vitral mal emplomado.
– Yo dejo de escribir tonterías
y empiezo a prepararme para cuando el mundo se caiga encima. Con tacones.
Obvio.
Conclusión de esta entrada:
A veces, el problema no es lo
que alguien hizo. Es que lo hizo creyendo que no se notaría. Y lo más gracioso
es que tienen razón. Hasta que alguien —pongamos, una mujer con cuaderno y
lápiz afilado— lo nota.
Firmado con una flor seca y una
sospecha viva,
Mabel
✦ Escena IV — “La grieta bajo el mármol” ✦
Residencia Chiltern. Justo
antes del amanecer. Una de esas casas donde todo está dispuesto para
impresionar, pero nada para consolar. Gertrude está sola. Lo cual, ya es
sospechoso.
Gertrude Chiltern no duerme. Dormir, para ella, es
un acto de inocencia… y eso hace años que dejó de permitírselo. Camina descalza
por el salón principal. Las alfombras orientales amortiguan sus pasos, pero no
sus pensamientos. Un fuego perfectamente domesticado arde en la chimenea. Las
brasas crujen. Como si supieran algo. En su regazo, una carpeta. No la ha
abierto. Aún no. La encontró en el escritorio de Robert. Sin cerrar. Sin marcar. Y eso, en él, es una
confesión con corbata.
La puerta del salón se abre. Mabel
entra, con bata de seda, una taza de sangre templada, y esa cara de “no
quiero entrometerme, pero lo haré con estilo”.
Mabel:
—¿Otra noche sin dormir o estás ensayando para un papel de mártir griego?
Gertrude (sin mirarla):
—Robert ha cambiado. O…
ha vuelto a ser quien era. No sé cuál me asusta más.
Mabel (sentándose a su lado):
—¿Puedo decir algo imprudente?
Gertrude (una risa breve, seca):
—Si no lo hicieras, pensaría
que no eres tú.
Mabel:
—Tal vez nunca lo dejó de ser. Solo que antes lo admirabas demasiado para
notarlo.
Gertrude (mira por fin la carpeta, pero no
la abre):
—¿Crees que hay algo que pueda
perdonarse si se ha sostenido tanto tiempo?
Mabel:
—Creo que hay cosas que no se perdonan. Pero se eligen igual. Porque a veces…
lo que se salva no es a la persona. Es lo que aún podría construirse con ella.
Silencio. La chimenea susurra
traiciones pasadas.
Gertrude:
—Si resulta ser cierto… si esa mujer tiene razón…
Mabel (la interrumpe suavemente):
—Entonces harás lo que siempre
haces: No romperte. No gritar. Y seguir pareciendo perfecta. Pero tal vez, esta
vez, también podrías sentir algo por ti. No por él. No por su imagen.
Por ti.
Gertrude no responde. Sus dedos se cierran
sobre la carpeta. Y esta vez, la abre. Una hoja. Una firma. Una fecha que no
debería estar allí. Sus labios no tiemblan. Pero sus ojos…Eso sí que fue un
parpadeo. Real. Humano. Doloroso.
✦ Fragmento del Diario de Mabel Chiltern ✦
Página escrita sin adornos. Sin
dibujos. Sin flor seca. Solo tinta. Al pie, una gota difusa: no queda claro si
es de té derramado… o algo más.
Sobre mujeres que se rompen sin
hacer ruido
Anoche encontré a Gertrude
sola, en bata, frente al fuego, con una carpeta que olía a pasado podrido. Y
supe —lo supe— que la grieta ya estaba. No recién hecha. No abierta por Cheveley.
No.
Ya estaba ahí. Solo que ahora se atrevía a mirarla.
Observaciones:
— Robert ha dejado
señales. Por descuido o por deseo inconsciente de ser descubierto.
— Gertrude lo idolatró
tanto tiempo que ahora no sabe si está más enfadada con él… o consigo misma por
no haberlo visto antes.
— La carpeta estaba ahí.
Abierta. Lista. Las mentiras no se guardan tan mal sin motivo.
Cosas que me duelen (aunque no
lo diga):
v Ver cómo una mujer que ha vivido
años sosteniéndolo todo con gracia… empieza a derrumbarse sin ruido, como un
altar mal construido.
v No poder decirle “déjalo”,
porque sé que no puede.
v Sospechar que, en el fondo, aún lo
ama.
v Y eso es lo que más la envenena.
Frase que pensé y no pronuncié:
“Cuando un ideal cae, no hace
ruido. Porque el eco se lo guarda una misma, para toda la eternidad.”
Y sin embargo... Gertrude
no lloró. No gritó. Solo miró la hoja. Como si estuviera reconociendo el
cadáver de alguien que no sabía que había muerto. La Gertrude que salió
de esa sala ya no era la misma. Y Boston… debería empezar a temblar.
Conclusión de esta noche:
Hay verdades que son como
espejos: No duelen al reflejarte. Duelen cuando ves que estabas ahí… y no te
reconoces. Firmado con un poco menos de descaro y un poco más de rabia,
Mabel
✦ Escena V — “El Precio de la Apariencia” ✦
Refugio de Lord Goring.
Un lugar que parece improvisado y, sin embargo, cada detalle está perfectamente
escogido. Arte decadente. Libros sin abrir. Una silla demasiado incómoda para
visitas largas y un sofá donde han dormido decisiones peores que el hambre.
Lord Goring está de pie frente a un espejo.
No se mira a sí mismo: examina
el reflejo de una corbata que no ha decidido si ponerse. Como todo en su vida,
es una elección estética disfrazada de indiferencia. Se oye un golpe en la
puerta. No un timbre. No un anuncio. Un golpe seco. Imperativo. Ventrue. Robert
Chiltern entra sin esperar invitación. Eso, en términos de Camarilla,
equivale a una confesión. No trae guardaespaldas. No trae excusas.
Goring (sin girarse):
—¿Te has equivocado de salón, Robert?
El de las excusas nobles queda tres pisos más abajo, junto al contenedor de las
promesas vacías.
Robert:
—No estoy para juegos.
Goring (al fin se gira, con media
sonrisa):
—Ah, pero yo sí. Siempre. Y
créeme, este es uno de esos momentos en que lo más sensato es tratar la
tragedia como una farsa elegante. ¿Vas a sentarte o solo vienes a arrastrar tu
sombra por mi alfombra?
Robert (con voz áspera):
—Cheveley tiene los
documentos.
Goring (arquea una ceja):
—¿Y también el alma de tu
primogénito? ¿O eso aún no lo has firmado?
Robert (cansado):
—No es gracioso.
Goring (serio, por fin):
—No. Lo sería… si no fuese tan
ridículamente predecible. Has cometido un error. Uno viejo. Uno que juraste
enterrar. Y ahora vuelve con tacones y sonrisa afilada. La pregunta, querido Robert,
no es qué hiciste. Es: ¿cuántas máscaras vas a romper para evitar que lo sepan?
Robert baja la cabeza. Solo un segundo. Un
gesto que no se ha permitido ni ante el Príncipe.
Robert:
—Si esto sale a la luz, no caeré solo. Gertrude… Mabel… El
Consejo… Boston entero empezará a dudar de todo.
Goring (apoyándose en la mesa):
—Oh, por fin. La verdad. No la
del crimen. No la del pacto. La verdad real: No temes perderlo todo. Temes que
descubran que nunca lo tuviste realmente.
Silencio. Goring da un
trago a su copa. Está vacía. No importa.
Goring:
—¿Qué quieres de mí?
Robert:
—Ayúdame. Convéncela. Haz que calle.
Goring:
—¿Y por qué lo haría?
Robert (la mirada quebrada):
—Porque tú… tú también sabes lo
que es no ser quien todos creen que eres. Porque tú la entiendes. Y porque si
esto termina mal… no me quedará nada.
Goring cierra los ojos. Solo un segundo. Y
al abrirlos, ya ha decidido.
Goring:
—Lo haré. Pero no por ti. Lo haré por ellas. Porque tú, Robert… no
mereces salvación. Pero tal vez ellas sí merecen no verte arder.
✦ Fragmento del Diario de Mabel Chiltern ✦
La caligrafía cambia. Más
apretada. Más directa. Como si las palabras se atropellaran por salir. En la
esquina inferior, la huella de un dedo manchado de rouge.
Sobre hombres que suplican y
otros que escuchan
No estuve allí. No hacía falta.
Puedo imaginarlo con detalle quirúrgico:
— Robert, cruzando la puerta
como si aún llevara puesta su dignidad.
— Goring, disfrazado de
despreocupación, con una copa vacía y una sentencia en los labios.
— Y entre ellos dos, el peso de
una ciudad que no está hecha para el perdón, ni para la verdad.
Lo sé porque al volver esta
noche, encontré a Goring distinto. No trágico. No derrotado. Pero sí…
más pesado. Como si hubiera cargado con algo que no quería tocar ni con guantes
de terciopelo.
Frase que no me dijo (pero me
dejó entrever):
“No todos los pecados se pagan
con sangre. Algunos se pagan con silencio.”
Y entonces entendí: Ha aceptado
ayudarlo. Por Robert. Por Gertrude. Por mí, quizás. Aunque nunca lo admitiría. Especialmente
por mí.
Cosas que me asustan y me
enorgullecen al mismo tiempo:
- Que Goring pueda sacrificar su
alma con tanta elegancia.
- Que su corazón sea más noble
que su fachada.
- Que lo ame.
- Que él lo sepa.
Conclusión de esta entrada:
Algunas personas no necesitan
una cruz para redimirse. Solo necesitan un motivo que duela más que su orgullo.
Y Goring… acaba de encontrar el suyo.
Firmado con un pulso más firme
de lo que esperaba,
Mabel
✦ Escena VI — “Duelo a Puerta Cerrada” ✦
Una habitación del Athenaeum
que no figura en los planos. Las paredes están forradas de terciopelo burdeos y
libros que nadie consulta. Dos sillas. Una mesa. Ningún testigo. Aquí, las
palabras no se gritan: se afilan.
Cheveley ya está sentada, por supuesto. Es
una criatura que nunca llega tarde porque ya estaba esperándote desde antes que
tú supieras que vendrías. Su vestido parece haber sido tejido con secretos. Sus
guantes descansan sobre el regazo como si aún tuvieran algo que ocultar.
Lord Goring entra sin anuncio ni reverencia. Se
sienta frente a ella. No ofrece la mano. No sonríe. Y, sin embargo, cada gesto
suyo grita: “He venido a jugar. Y pienso ganar.”
Cheveley (inclinándose levemente):
—Nunca pensé que tú serías el
emisario. Esperaba a alguien con más moral… o al menos con menos ironía.
Goring (encogiéndose de hombros):
—La moral está sobrevalorada. La
ironía, en cambio, es todo lo que nos queda cuando el resto falla.
Cheveley (cruzando las piernas):
—Vienes a negociar, entonces. Pensaba
que tú ya habías dejado de hacer favores a hombres que no te invitan a cenar.
Goring (una sonrisa suave):
—Oh, querida. Yo solo hago
favores a mujeres que podrían arruinarlo todo con una palabra. Y tú… tienes toda
una ópera trágica en la garganta.
Cheveley (se ríe, pero con filo):
—¿Y qué vas a ofrecerme, Goring?
¿Una flor? ¿Una disculpa? ¿Un vals con redención incluida?
Goring:
—Te ofrezco lo que más valoras: Visibilidad. Legitimidad. Un asiento. Una
entrada triunfal al salón que te cerró las puertas hace décadas. No como
amenaza. Como elección.
Cheveley (con desdén):
—¿Y qué gana Boston
aceptándome?
Goring:
—Una traidora que ya no quiere destruirla. Y créeme, eso vale más que diez
idealistas dispuestos a morir por la causa.
Cheveley se queda en silencio. Solo un
segundo. Un error mínimo. Pero Goring lo ve. Goring (apoyando los
codos en la mesa, sin parpadear):
—¿Sabes por qué me odias, Cheveley?
Porque yo también lo vi todo. Los pactos. Las traiciones. Las decisiones
desesperadas. Y en lugar de guardar los documentos… los olvidé. Tú los
guardaste. Porque sabías que, algún día, los necesitarías para que el mundo
volviera a verte.
Cheveley (muy despacio):
—¿Y si los quemo, Goring?
Goring:
—Entonces arderás con ellos. Y no lo digo como amenaza. Lo digo como epitafio.
Silencio. Cheveley se
pone los guantes. Despacio. Uno por uno.
Cheveley:
—Dile a Robert que sus secretos están a salvo. Y dile a Gertrude
que, cuando caiga otro, yo no estaré para recogerlo.
Goring (de pie ya, dándole la espalda):
—Y tú, Cheveley… Busca
otro nombre. Este ya no engaña a nadie.
La puerta se cierra con un clic
suave. Pero el eco del duelo aún resuena. Una guerra sin armas. Una batalla
ganada con el peso exacto de las palabras.
✦ Fragmento del Diario de Mabel Chiltern ✦
Papel más grueso. Escrito con
pluma de punta fina. La tinta es azul oscuro esta vez, como una noche sin
farolas. Un pequeño pétalo de peonía está prensado en la esquina superior:
intacto, salvo por un borde dorado que alguien ha pintado a mano.
Sobre mujeres que ceden y
hombres que sangran por dentro sin abrir la boca
Me enteré esta tarde. Cheveley
ha desistido. No oficialmente, claro. Solo en ese lenguaje exquisito y podrido
que habla la Camarilla: una carta no enviada, una amenaza no repetida, una
mirada que deja de perforar.
¿Quién lo logró?
Goring. Por supuesto. Aunque él
dirá que fue una conversación. Y ella dirá que fue un cálculo. Y Robert… no
dirá nada, como buen mártir. Pero yo sé. Yo sé que fue un duelo. Y que él ganó.
Y que ella lo respetó por eso.
Frase que me vino al corazón
como un susurro afilado:
“Cuando alguien renuncia a una
venganza, lo que queda no es paz. Es el eco de lo que casi
ocurrió.”
No me siento triunfante. Tampoco
aliviada. Solo… suspendida. Como si la cuerda que estaba a punto de romperse
hubiese decidido, por esta noche, no partirse. Pero no porque esté más fuerte. Sino
porque alguien la sostiene desde abajo, sin decir nada.
Cosas que aún me inquietan:
- Robert sigue siendo Robert.
- Y los errores que cometió no
desaparecen porque se hayan guardado otra vez bajo llave.
- Gertrude no ha dicho ni una
palabra desde la noche del sobre.
- Y ese silencio tiene forma de
ruina contenida.
- Goring no se ha jactado de
nada.
- Y eso, en él, es casi un
grito.
Conclusión de esta entrada:
A veces, el mayor acto de poder
es renunciar a destruir. Y el mayor acto de amor… es no decir “te lo dije”.
Firmado entre el pulso que
vuelve y una flor que se salvó del fuego,
Mabel
✦ Escena VII — “La verdad después del silencio” ✦
Residencia Chiltern. Despacho
de Robert. Las luces son suaves, pensadas para no reflejarse en los retratos.
Es tarde. No tanto como para que amanezca, pero lo suficiente como para que
todo pese más de lo habitual.
Gertrude entra sin anunciarse. Como si no
necesitara anunciarse más. Como si el vínculo que los unía hubiese dejado de
pedir permiso. Robert está de pie, de espaldas, frente a la ventana. Afuera,
Boston brilla como si no tuviera pecados. Adentro, el aire es tan espeso que
parece agua.
Gertrude (sin rodeos):
—Ya lo sé todo.
Robert no se gira. No por arrogancia. Sino
porque aún no sabe si puede sostenerle la mirada.
Robert:
—¿Y qué vas a hacer con eso?
Gertrude (pasa junto a él, sin tocarlo):
—Nada. Porque ya lo hiciste tú. La culpa. La
máscara. La distancia.
Robert (en voz baja):
—Lo hice por necesidad. Por
supervivencia.
Gertrude:
—Lo hiciste solo. No por
nosotros. No por mí.
Robert (girándose al fin):
—Tenía miedo. Miedo de no estar
a la altura del ideal que creaste. Miedo de perderte si te mostraba la parte de
mí que también sangra.
Gertrude (fría):
—No necesitaba un ideal. Necesitaba
un compañero. Pero tú… tú preferiste ser estatua. Y ahora me culpas por
esculpirte.
Silencio. El tipo de silencio
que no llena el espacio. Lo rompe.
Robert:
—¿Vas a dejarme?
Gertrude (tras una pausa):
—No. Pero no porque te perdone.
Sino porque yo también he cambiado. Y tal vez… sea momento de reconstruir algo
más real. Más feo, quizás. Pero también más nuestro.
No se abrazan. No se besan. Pero
por primera vez en mucho tiempo, están juntos en el mismo lugar, sin fingir.
El retrato de familia en la pared tiembla ligeramente. O tal vez solo fue
el viento.
✦ Epílogo — “A media luz y a media verdad” ✦
Un rincón del Athenaeum, ya vacío. Quedan pocas horas para el amanecer.
Las lámparas están apagadas, salvo una. Junto a ella, un sofá. Una taza a medio
terminar. Y dos personas que, por una vez, no tienen nada que fingir.
Lord Goring está sentado con las piernas estiradas y el chaleco
desabrochado. El broche inútil de amatista cuelga del bolsillo como un trofeo
caído. Mira el techo. No piensa en nada. O lo hace tan intensamente que parece
lo contrario.
Mabel se acerca en silencio. Lleva su abrigo doblado en el
brazo, pero no se va. No aún.
Mabel:
—Sabía que lo harías.
Goring (sin mirarla):
—¿Salvarlo?
Mabel (suelta una risa breve):
—No. Salvarnos a todos mientras fingías que no te importaba.
Se sienta a su lado. No demasiado cerca. Solo lo suficiente para que el
silencio no parezca soledad.
Goring:
—Fue horrible. Elegante, por supuesto. Pero horrible.
Mabel:
—No te vi esta noche en tu pose habitual de “todo me aburre”. Casi
pareces humano.
Goring (girando apenas la cabeza):
—Casi.
Mabel:
—¿Y ahora qué?
Goring (después de una pausa):
—Ahora… no pasa nada. Robert sigue siendo Robert. Gertrude ha cruzado
un umbral. Cheveley ha vuelto a la penumbra con la frente alta. Y yo… yo he
usado una parte de mí que prefería mantener oxidada.
Mabel:
—¿Y te dolió?
Goring:
—Solo cuando se hizo el silencio después. Cuando ya no había necesidad
de ser brillante.
Ella le quita la copa vacía de la mano. La deja en el suelo. Y le toma
los dedos, sin ceremonia. Como si lo hubiera hecho mil veces en otros sueños.
Mabel:
—Brillas igual, aunque no hables. Aunque no estés salvando a nadie.
Goring (casi un susurro):
—¿Incluso entonces?
Mabel:
—Especialmente entonces.
Se quedan así. A media luz. A media verdad. Sin hacer planes, ni
confesiones, ni promesas. Solo dos seres rotos con estilo, que esta vez… no
tienen prisa en arreglarse.