Dural estaba inquieto. No podía dormir.
Cada sonido, cada aroma, el tacto de las sábanas… todo le recordaba las apasionadas noches pasadas con Ainize. Cada vez que cerraba los ojos podía verla: desnuda bajo él, a su lado, encima, en la cama, en el bosque, junto al río, en el establo… cada gesto, cada gemido. Todo, TODO le traía esos recuerdos.
Tenía calor. Sudaba. Jadeaba. ¿Qué demonios le pasaba? Ni siquiera cuando volvió a casa tras cinco años de ausencia había sentido una necesidad tan urgente. Cinco años sin verla, sin sus besos, sus caricias, su piel, sus cabellos, sus labios, sus dedos recorriendo su cuerpo… ese blanco cuerpo que tan bien conocía. Cinco años sin… ¡Basta!
Trató de calmarse. Había tomado una decisión: visitaría a Ainize. Pero debía serenarse; no podía aparecer en sus aposentos como un animal en celo. Necesitaba despejar la mente, tener cuidado. Más que nunca ahora, ahora que su secreto ya no era tal.
Salió sigilosamente de su habitación y se dirigió hacia la de Ainize. El pasillo estaba vigilado. ¡Qué extraño! Retrocedió y tomó un pasillo lateral. Después de varias vueltas, llegó al otro extremo… también vigilado. ¡Maldita sea! Dio media vuelta y salió casi corriendo al patio interior.
Desde el jardín divisó la ventana de Ainize. Salió de las sombras para trepar, pero un ligero movimiento a su derecha lo alertó: un par de guardias venían por el sendero bajo la ventana. Esperó a que se alejaran, pero se quedaron allí. ¿Una conspiración?
Igraine. Su nombre acudió a su mente junto con la imagen de aquella mañana junto al lago. La había abofeteado. Había querido hacerle daño, como ella se lo había hecho a Ainize… y a él. ¿Por qué esa maldita chiquilla tenía que meterse en su vida?
Furioso, decidió regresar, pero los guardias se movieron y continuaron su ronda. Se quedó quieto, conteniendo la respiración. Tal vez eran paranoias suyas. Tal vez las rondas no tenían nada que ver con la indiscreción de Igraine ante su padre.
En cuanto se perdieron tras un recodo, trepó ágilmente por la enredadera que cubría la pared. Su mente de guerrero anotó que habría que podarla o cortarla: daba un acceso demasiado fácil al castillo.
Entró en la habitación oscura. Se movió en silencio hasta el lecho… y se metió en él. Ainize no estaba sola: su madre dormía a su lado. Por pura suerte, la luz de la luna iluminó un rostro que no era el de su amada.
Frustrado, regresó a su habitación. Nada más abrir la puerta se detuvo: allí estaba Igraine, sentada sobre su cama, abrazada a una almohada, la cabeza apoyada sobre ella, mirando el fuego del hogar. Tan absorta que no le oyó llegar.
Como de costumbre, vestía solo un fino camisón de lino blanco, que resaltaba el fuego de sus cabellos. La barbilla apoyada, los labios fruncidos en un mohín, las piernas desnudas rodeando la almohada como si fuera un caballo o… ¡Basta!
Carraspeó. Igraine se volvió de inmediato.
—Dural, no te he oído llegar —dejó la almohada y se acercó, rodeando la cama y pasando frente al hogar. Por un instante, el camisón se hizo translúcido, revelando sus contornos juveniles. Su rostro adquirió una expresión preocupada.
—¿Estás bien, Dural? —preguntó, tomando su rostro entre las manos—. ¿Tienes fiebre?
Dural solo podía mirarla. Igraine se puso de puntillas y acercó sus labios a su frente.
—Creo que tienes fiebre… estás ardiendo —dijo con preocupación.
“Aquellos labios… carnosos y suaves, entreabiertos. Labios que aún no habían sido besados…”
Frunció el ceño. ¿Cómo lo sabía? No dudaba de que fuera cierto.
Igraine malinterpretó su gesto.
—Lo siento… otra vez metiéndome donde no me llaman —bajó la cabeza.
Dural cerró la puerta a sus espaldas.
—Qué… —se aclaró la garganta—. ¿Qué quieres?
—No podía dormir —murmuró ella—. Siento mucho lo ocurrido. No sé si me crees, pero lo siento de verdad. Yo no… no le dije a tu padre quién era tu amante. Tal vez…
Levantó el rostro, le tomó las manos y las apretó contra su pecho.
—Por favor, Dural… perdóname.
Él solo podía mirar sus manos, atrapadas contra la calidez de su piel. Sintió, como una descarga, el roce de sus pezones… “Unos pechos que no han sido acariciados…” Sacudió la cabeza, confundido.
—Sé que he hecho mucho daño —continuó ella—, pero no quiero volver a casa sin que me perdones. Solo una palabra, aunque no sea cierta, y me marcharé para siempre —lo abrazó con desesperación—. Por favor, Dural…
Casi involuntariamente, él la rodeó con sus brazos, intentando mantenerla a raya, respirando el aroma a naranjos, jazmín, limón y cilantro que la envolvía. Cerró los ojos y recordó noches junto al fuego en los oasis de la Puerta del Desierto Blanco: la arena roja, los farallones de roca del color de su cabello, la hierba verde como sus ojos…
Podía sentir su cuerpo cálido y tembloroso, “un cuerpo que no conoce el tacto de otras manos”; sus muslos sobre su pierna, “muslos que no han sido separados…”.
Como por voluntad propia, sus manos acariciaron su cabello, bajando un poco más con cada caricia. Sus murmullos la fueron calmando. Ya en sus nalgas, Igraine lo miró, sorprendida y aliviada a la vez.
Bajó la mirada… y se encontró con aquellos labios entreabiertos, “que exhalaban el aroma dulce de la fruta en sazón”. Unos labios que, de repente, se convirtieron en todo su mundo. Nada era más importante. Nada más perfecto. Nada más dulce. Nada más…
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