sábado, 30 de agosto de 2025

A JARETH

 A Jareth

Te amo.


No por tus castillos de cristal,
ni por los valses detenidos en la eternidad,
ni siquiera por tu sonrisa que hiere y embriaga.

Te amo porque existes.
Porque sin ti no habría máscaras que me reten,
ni espejos donde perderme,
ni sueños con los que probar mi fuerza.

Eres tentación y trampa,
pero también faro y guardián.
Eres la sombra que da relieve a mi luz,
el abismo que hace que mis pasos tengan sentido.

Yo puedo entrar y salir.
Soñar y despertar.
Recordar y seguir adelante.

Tú no.
Tú estás encadenado a tu propio Ensueño.
Y por eso te amo todavía más:
porque cargas con ese reino para que yo pueda visitarlo.
Porque existes para que yo pueda soñar.

jueves, 21 de agosto de 2025

UN AMOR COMO LA GALAXIA

Imagen promocional oficial de Tencent Video / Love Like the Galaxy

PERSONAJES

🌸 Protagonista y familia

  • Cheng Shao Shang (Niao Niao) → Protagonista. Hija de la familia Cheng, abandonada de niña al cuidado de su abuela y su tía. Inteligente, independiente, con carácter fuerte y lengua rápida. Crece desconfiada y rebelde, pero auténtica.

  • Xiao Yuanyi → Madre de Shao Shang. Mujer severa, recta, marcada por la disciplina militar. Ama profundamente a su hija, pero lo expresa con dureza y control, lo que genera un vínculo lleno de heridas.

  • Cheng Shi → Padre de Shao Shang. General noble, de carácter más blando que su esposa. Quiere a su hija, pero suele ceder ante la firmeza de su mujer.

  • Abuela Cheng → Matriarca rígida y supersticiosa. Fue quien se quedó con Shao Shang de niña, sin darle afecto.

  • Tía Ge (madrastra de facto) → Manipuladora, intentó quedarse con un nieto varón para ganar poder en la familia.


⚔️ Los pretendientes

  • Lou Yao → Joven amable y sincero, pero débil de carácter. Quiere a Shao Shang, pero no puede protegerla ni plantarse frente a las presiones de su familia.

  • Yuan Shen → Erudito brillante, pedante y cínico. Marcado por el matrimonio desastroso de sus padres, desprecia el matrimonio. Ama a Shao Shang, pero lo expresa mal: sabotea, critica y enreda en lugar de confesar.

  • Ling Bu Yi (Ling Buyi, también llamado Huo Bu Yi / Zisheng) → General temido, joven y victorioso. Su vida está marcada por una tragedia y la venganza. Aun así, con Shao Shang se muestra directo y protector. Representa el amor peligroso pero auténtico.


👑 La corte

  • Emperador Wen → Gobernante astuto, cansado de aduladores. Encuentra en Shao Shang una frescura que lo divierte y lo atrae.

  • Emperatriz Xuan → Esposa del emperador, sabia y serena. También se encariña con Shao Shang y la trata con ternura.

  • Príncipe heredero → De buen corazón pero torpe, se convierte en amigo de Shao Shang.

  • Princesas → Varias, todas caprichosas y altivas, reflejo del veneno del lujo sin límites. Destaca la quinta princesa, descarada e insolente, nunca corregida por su madre.


🌑 Otros personajes relevantes

  • Huo Chong / Marqués de Zhen (abuelo adoptivo de Bu Yi) → Figura militar poderosa que crió a Bu Yi.

  • La familia Lou → Familia de Lou Yao, tradicional y manipuladora; usan el matrimonio como herramienta política.

  • Sirvientes y cortesanos → Muchos juegan papeles secundarios en las intrigas, reforzando el contraste entre la frescura de Shao Shang y el veneno de la corte.


El origen de una herida

Cuando los padres de Shao Shang recibieron la orden de marchar a la guerra, se encontraron atrapados en una trampa familiar tejida por superstición y ambición.

La abuela Cheng, instigada por la tía Ge, insistía en que debía quedarse un hijo en la casa principal, como amuleto de longevidad y de buen augurio. En realidad, lo que querían era retener a un niño varón para criarlo como propio y así asegurarse poder dentro de la familia.

Pero el destino les jugó una mala pasada: Xiao Yuanyi, la madre, no tuvo un solo bebé, sino mellizos: un niño y una niña. El plan de la abuela se tambaleó en el mismo paritorio.

La elección fue cruel pero inevitable: El hijo varón no podía quedarse. Criado por la tía, se convertiría en un rehén político dentro de su propio clan. La madre, que conocía bien las intrigas, decidió llevárselo junto al hermano mayor.

  • La niña, en cambio, no tenía ese valor estratégico. A ojos de la abuela, era una pieza menor. Y así, Shao Shang fue la que quedó atrás, relegada a crecer sin padres y bajo el desprecio de quienes habían planeado apropiarse de un heredero.

La decisión de Xiao Yuanyi fue lógica dentro de un dilema tramposo: proteger a sus hijos varones de la manipulación familiar. Pero para la niña, aquello significó una infancia marcada por la soledad, la falta de afecto y la sensación de abandono.

Un solo gesto, nacido de superstición y cálculo mezquino, marcó el carácter de Shao Shang para siempre. La hija que nadie quiso quedarse se convirtió en una joven fuerte, desconfiada y difícil de domesticar, porque aprendió desde el principio que en este mundo nadie iba a cuidarla salvo ella misma. 

Una niña contra el molde

Cuando sus padres regresaron victoriosos de la guerra, esperaban reencontrarse con una hija dócil y bien educada, lista para encajar en la vida cortesana.
Lo que hallaron fue otra cosa: una joven astuta, indómita y con lengua rápida, moldeada por años de abandono y supervivencia.

Shao Shang no había aprendido a bordar flores perfectas ni a citar los clásicos con reverencia. Había aprendido a leer la intención en los gestos de los demás, a defenderse con ingenio y a desconfiar del cariño fácil. Era fuerte porque nadie la había protegido, y esa fuerza, en lugar de ser celebrada, se veía como un defecto.

Su madre, Xiao Yuanyi, encarna el ideal de la mujer confuciana: severa, recta, convencida de que solo la disciplina y la obediencia aseguran el futuro de una hija. Para ella, la rebeldía de Shao Shang no es un rasgo de carácter, sino una amenaza.
Donde la hija ve supervivencia, la madre ve desobediencia.
Donde la hija cree demostrar inteligencia, la madre detecta imprudencia.

La brecha entre ambas no nace de la falta de amor, sino de la falta de confianza.
La madre no confía en que su hija pueda elegir bien por sí misma.
La hija no confía en que su madre la quiera más allá de sus errores.

Ese desencuentro es el corazón palpitante de la historia: la protagonista lucha no solo contra la rigidez de la sociedad, sino también contra la incomprensión de la mujer que más debería sostenerla.

Corte y cortejos

En medio del torbellino de la corte imperial, Shao Shang empieza a atraer miradas. No por seguir las reglas, sino por romperlas. Y pronto aparecen los hombres que marcarán su destino, cada uno con un camino distinto.

  • Lou Yao
    Un joven amable, honesto, con corazón limpio. Representa la promesa de un matrimonio tranquilo, casi idílico. La quiere sinceramente, y por un momento parece la opción más segura. Pero Lou Yao es débil. No tiene la fuerza para protegerla de las intrigas ni la firmeza para plantarse ante las presiones de su familia. Con él, Shao Shang viviría en una jaula dorada, querida pero desarmada frente al mundo.

  • Yuan Shen
    El erudito. Brillante, mordaz, seguro de su intelecto. Bajo su ingenio se esconde un cinismo que nace de su infancia: creció viendo a unos padres atrapados en un matrimonio sin amor, lleno de resentimiento. Desde entonces desprecia la idea del matrimonio y se jacta de su “libertad”.
    Pero en verdad ama a Shao Shang. Solo que lo hace de la peor manera: saboteando a sus rivales, criticándola a ella, lanzando dardos disfrazados de consejos. Inteligente pero mezquino, Yuan Shen no se atreve a amar de frente, y ese es su gran fracaso.

  • Ling Bu Yi
    El general temido. Un hombre marcado por la tragedia, criado en un mundo de sangre y venganza. A primera vista es todo lo que Shao Shang debería evitar: frío, implacable, peligroso.
    Y sin embargo, con ella se muestra distinto. En lugar de rodeos, va directo. Si cree que la va a perder, se aparta con dignidad. Cuando descubre que puede amarla, se lanza con una franqueza brutal, casi torpe, imposible de ocultar.
    Lo que lo diferencia de los otros es que confía en ella. No intenta moldearla ni minimizarla, la mira como a alguien capaz de caminar a su lado en un mundo feroz.

Estos tres hombres no son solo pretendientes: son espejos.

  • Lou Yao muestra lo que sería un amor amable pero sin poder.

  • Yuan Shen refleja la inteligencia envenenada por el miedo.

  • Bu Yi encarna la apuesta peligrosa, pero auténtica.

En ese triángulo, Shao Shang no solo debe elegir un hombre. Debe elegir quién quiere ser ella misma.

La madre y la hija

Si el amor romántico complica la vida de Shao Shang, el amor materno la desgarra.
Porque Xiao Yuanyi, su madre, la quiere con desesperación… pero la hiere en nombre de ese mismo cariño.

Durante años, Yuanyi creyó que había hecho lo correcto: dejar atrás a su hija para proteger a sus hijos varones de las intrigas familiares. Cuando regresa, encuentra a una muchacha independiente, desconfiada, “indomable”. Y en lugar de abrazar esa fuerza, la combate.

A ojos de la madre:

  • Shao Shang es imprudente, incapaz de comprender el mundo cruel que la rodea.

  • Su franqueza es peligrosa. Su desobediencia, un riesgo.

  • Necesita disciplina, humillación, control.

Así, la madre utiliza palabras hirientes, comparaciones crueles, e incluso estrategias mezquinas para “enderezarla”. Cree que así evitará que su hija se estrelle en un matrimonio sin amor o en la corte despiadada.

Pero para Shao Shang, cada corrección es una puñalada.
Ella no ve protección, ve desconfianza. No escucha amor, escucha rechazo.
El vínculo, que debería ser sostén, se convierte en su herida más profunda.

La paradoja es desgarradora:

  • La madre actúa con motivos correctos —evitar el sufrimiento—,

  • pero el método es terrible —menosprecio, frialdad, humillación—.

Ese es el drama que late en toda la serie: el amor que duele más que el odio, porque se cree protector mientras en realidad destruye.

El general y la muchacha

Ling Bu Yi es un hombre temido en toda la corte: general joven, invicto, implacable con sus enemigos. Su vida está marcada por una tragedia que lo empuja a vivir con una sola meta: la venganza.

A primera vista, él y Shao Shang son mundos opuestos.
Ella es la hija “descuidada”, rebelde, vista como poco fiable.
Él, el héroe de hierro, respetado y temido a partes iguales.

Pero cuando sus caminos se cruzan, algo distinto ocurre.

  • Con ella, Bu Yi deja de ser el estratega frío y se convierte en un hombre directo, hasta torpe, que no sabe disimular.

  • Frente a él, Shao Shang siente miedo, sí, pero también descubre una sinceridad que nunca había encontrado en quienes intentaban “educarla” o “protegerla”.

Cuando Bu Yi cree que ella ama a otro, se aparta sin escándalo: un gesto caballeroso y doloroso. Cuando descubre que no es así, se lanza sin rodeos a conquistarla, como un general que toma la iniciativa en el campo de batalla.

Lo que los une no es la dulzura, ni el encanto romántico, sino algo más raro: la confianza.

  • Bu Yi confía en que Shao Shang puede caminar a su lado, incluso en un mundo de intrigas y sangre.

  • Shao Shang, poco a poco, empieza a creer que alguien tan temible la ve como igual, no como niña a corregir ni pieza a manipular.

Esa confianza compartida es la grieta por donde se cuela la ternura, el germen de un amor que no nace en la suavidad, sino en el reconocimiento mutuo de las cicatrices.

Las princesas y la corte

Si la familia Cheng es un campo de batalla doméstico, la corte imperial es un pantano envenenado. Ahí crecen los príncipes y princesas: educados en el lujo, acostumbrados a que nadie les contradiga, y libres de las consecuencias que pesan sobre cualquier plebeyo.

Las princesas en particular son un espejo deformado de lo que Shao Shang pudo haber sido si hubiese crecido en la opulencia sin límites:

  • Caprichosas, deslenguadas, convencidas de que todo les pertenece.

  • Dispuestas a ridiculizar incluso al emperador, sabiendo que sus padres rara vez las corrigen.

  • Insolentes hasta la médula, porque nunca han sentido la mano firme de la disciplina.

Un ejemplo claro es la quinta princesa:
su madre amaga con abofetearla cuando la oye despotricar contra el emperador, pero se queda en un gesto vacío. La princesa lo sabe y responde con descaro: la insolencia de quien jamás ha conocido un verdadero límite.

Frente a ellas, Shao Shang brilla.
No porque sea perfecta, sino porque tiene algo que ellas nunca tuvieron: cicatrices. La dureza de su crianza, la soledad, la necesidad de valerse por sí misma, la hicieron fuerte y, sobre todo, auténtica.

La corte, que esperaba sumisión y reverencias, encuentra en su franqueza un soplo de aire fresco. Donde las princesas aburren con sus intrigas y desplantes, Shao Shang conquista con naturalidad y desparpajo.
Hasta el propio emperador y la emperatriz, curtidos en años de adulación, se sienten encantados por esa muchacha que no se arrastra ni se esconde, y que habla con ellos como si fueran personas, no dioses.

Así, en contraste con la corte podrida, la sinceridad de Shao Shang se convierte en su mejor arma.

El dilema eterno

En el corazón de Love Like the Galaxy late siempre la misma pregunta:
¿Qué pesa más: el deber o el amor?

Los padres de Shao Shang eligieron el deber al imperio y la abandonaron.
Su madre, en nombre de protegerla, eligió el deber por encima de la confianza y la hirió con palabras crueles.
Yuan Shen eligió el deber hacia su orgullo antes que confesar lo que sentía.
Lou Yao eligió el deber hacia su familia, aunque eso significara perderla.
Incluso Bu Yi vive atrapado en el deber de vengar a los suyos, aunque eso amenace con devorar su propio corazón.

Y en medio de todos ellos está Shao Shang:
la hija no deseada, la muchacha juzgada como frágil y problemática, la que aprendió sola a caminar en un mundo que la había dejado atrás.

Lo que la salva no es obedecer, ni rendirse, ni buscar refugio en el deber.
Lo que la salva es su autenticidad obstinada: esa franqueza que incomoda, ese desparpajo que rompe protocolos, esa terquedad que la mantiene de pie cuando todo parece forzarla a doblarse.

Love Like the Galaxy no es solo un romance histórico. Es un drama sobre el precio del amor mal expresado, sobre los padres que hieren intentando proteger, sobre los amantes que se sabotean por miedo, y sobre la mujer que, en un mundo de deberes, decide apostar por sí misma.

Ese es el dilema eterno: el amor florece donde hay confianza, y muere donde solo hay control.
Y Shao Shang, contra todo pronóstico, encuentra su lugar no en los deberes impuestos, sino en la certeza de que merece ser amada tal como es.

martes, 19 de agosto de 2025

Cuando el mito masculino se vuelve contra los hombres

 En España, en 2023, 58 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o exparejas. Son cifras oficiales del Ministerio de Igualdad que confirman una realidad dolorosa: la violencia de género es un fenómeno estructural y mayoritariamente dirigido contra las mujeres.

Pero en paralelo hay otra cara, mucho menos visible: los hombres también sufren violencia doméstica, y la mayoría lo hace en silencio.

Según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer (INE, 2019), un 32,4 % de las mujeres mayores de 16 años había sufrido violencia física, psicológica o sexual de alguna pareja. No hay una encuesta equivalente centrada en varones en España, pero la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA, 2014) estimó que un 8-10 % de los hombres europeos reconocían haber sufrido violencia en la pareja alguna vez en su vida.

¿Por qué esas cifras no aparecen en los informes habituales? Por dos razones:

  1. Definición legal: en España, “violencia de género” se aplica solo a la ejercida por hombres contra mujeres en el marco de una relación afectiva. Si un hombre es víctima, su caso se contabiliza como “violencia doméstica” o “intrafamiliar”, categorías con mucha menos visibilidad.

  2. Subregistro: los hombres denuncian mucho menos. Un estudio británico de ManKind Initiative (2020) señala que solo 1 de cada 20 hombres maltratados acude a la policía, frente a 1 de cada 4 mujeres. La vergüenza, el miedo al ridículo y la desconfianza en que se les tome en serio actúan como mordaza.

En cierto modo, la misma idiosincrasia masculina se vuelve contra ellos. Durante siglos, el patriarcado ha moldeado al “hombre fuerte, invulnerable, que no llora”. Ese ideal, pensado para consolidar poder, hoy funciona como una cárcel para quienes no pueden —o no quieren— encajar en él. Cuando un hombre denuncia maltrato, a menudo se enfrenta a frases como: “¿Cómo una mujer va a pegarte a ti?” o “Defiéndete, hombre”. El estigma refuerza el silencio.

Esto no significa que la violencia contra hombres sea comparable en escala con la violencia de género contra mujeres. No lo es. Pero negar su existencia tampoco ayuda. Como explica la socióloga Marianne Hester, experta en violencia doméstica en la Universidad de Bristol: “La violencia contra los hombres existe, pero queda oculta porque no encaja en el guion cultural de la masculinidad”.

La solución no pasa por competir en cifras, sino por ensanchar el foco. Reconocer que la violencia en el hogar es múltiple y que los estereotipos de género dañan a ambos lados. Que una mujer no debe ser juzgada por su “pureza” ni un hombre por su “fortaleza”. Que toda víctima tiene derecho a ser escuchada y protegida, sin importar si encaja o no en la narrativa dominante.

Mientras tanto, muchos hombres siguen atrapados en una cama que ayudaron a construir: la del mito masculino. Una cama incómoda, dura, que no eligieron conscientemente, pero en la que ahora tienen que dormir… hasta que se decidan a romperla.


📊 Fuentes:

  • Ministerio de Igualdad (Gobierno de España), datos oficiales de víctimas mortales de violencia de género, 2023.

  • Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA), Violence against women: an EU-wide survey, 2014.

  • ManKind Initiative (UK), informe sobre violencia doméstica contra hombres, 2020.

  • Hester, M. (2013). Who does what to whom? Gender and domestic violence perpetrators. University of Bristol.

sábado, 16 de agosto de 2025

LA OBEDIENCIA QUE MATA - SPRING DAY - BTS

La obediencia que mata

El hundimiento del Sewol no fue solo una catástrofe marítima. Fue un espejo de todo lo que una sociedad no quiere ver de sí misma: cómo la obediencia ciega puede matar, cómo la confianza en la autoridad puede volverse un verdugo.

A los estudiantes se les ordenó permanecer quietos. Y obedecieron. Algunos incluso llamaron a sus padres para contar lo que ocurría. Una madre, con la fe inculcada de toda una vida, le dijo a su hijo: “Haz caso a los profesores, haz caso a la tripulación”. Ese consejo, que en cualquier otro momento habría sido virtud, en ese instante fue una sentencia de muerte. Y esa madre, como muchos otros padres, quedó condenada a arrastrar un arrepentimiento imposible de curar.

La disciplina que enseñaba que dudar era pecado y que obedecer era virtud se convirtió en una trampa mortal. Mientras los jóvenes permanecían en silencio esperando instrucciones, el capitán —el mismo que exigía obediencia— se quitaba el uniforme para no ser reconocido y huía del barco que se hundía. El contraste fue insoportable: los que obedecieron murieron, los que traicionaron sobrevivieron.

Pero la tragedia no terminó en ese abril de 2014. Los buceadores, en su mayoría voluntarios, que descendieron al infierno submarino para recuperar los cuerpos, se llevaron consigo imágenes imposibles de borrar: aulas enteras sumergidas, objetos personales flotando, jóvenes atrapados en la quietud de la obediencia. Varios de esos buzos no resistieron el peso de esas visiones y acabaron con sus propias vidas. El dolor se propagó como una onda interminable: del mar a las familias, de las familias a los rescatistas, de los rescatistas a la memoria colectiva.

El Sewol fue más que un naufragio: fue la prueba de que la obediencia sin pensamiento crítico no es seguridad, sino peligro. Fue la herida de descubrir que lo que siempre se nos enseñó como virtud —confiar en la autoridad, no cuestionar, esperar instrucciones— puede convertirse en la raíz de la muerte.

Al final, lo que mató no fue solo el mar. Fue la obediencia.

Y sin embargo, la memoria no se hundió con el barco. En cada aniversario, miles de personas vuelven a escuchar “Spring Day” de BTS. Nunca se ha confirmado oficialmente, pero todos saben que es un réquiem encubierto: la nieve que no se derrite, la espera que no acaba, el deseo imposible de reencontrarse con los que ya no volverán. Desde su lanzamiento en 2017, sigue en las listas coreanas, año tras año, porque ya no es solo una canción: es un lugar de duelo compartido.

El Sewol nos recordó la fragilidad de la vida y el peso mortal de la obediencia ciega. Spring Day nos recuerda, una y otra vez, que los ausentes siguen siendo parte de nosotros. Que no olvidamos. Que cada primavera, aunque no haya flores, seguimos esperándolos. 


jueves, 14 de agosto de 2025

Memorias de Verano y Tierra

 

Entrada 1 – El corral y la casa de los abuelos

La casa de mis abuelos tenía un alma propia. No era solo paredes y tejas: era un refugio lleno de rincones, olores y sonidos que hoy aún puedo cerrar los ojos y revivir.

En el comedor, a ambos lados de un reloj de péndulo que marcaba las medias y las horas con voz grave, había dos alacenas empotradas en la pared. Para nosotros, niños curiosos, esas alacenas eran cofres del tesoro: botes de leche condensada con dos pequeñas aberturas en la tapa —una para que entrara el aire y otra para que saliera ese chorro espeso y dulce—, mermelada de naranja con el toque amargo de la corteza que hacía mi abuela, y caballa en escabeche que nadie nos prohibía y que yo devoraba sin reparos.

El corral, al aire libre, estaba lleno de historia. El gallinero y la cochiquera, abandonados de su propósito original, se habían convertido en improvisados almacenes. Las conejeras seguían en uso, con sus jaulas de madera y red metálica y esos cajones de cría con tapas exteriores. Allí, las tentaciones eran irresistibles: abríamos las tapas para coger a los gazapos, bolitas de pelusa tibia con los ojos aún cerrados. Al sentir nuestras manos, chillaban con fuerza, y las madres se agitaban nerviosas mientras mi abuela nos reñía por enésima vez.

Pero si había algo que daba vida al corral eran las plantas. Mi abuela tenía dedos verdes: lo que tocaba, crecía. En macetas y parterres aparecían flores y hojas de todas las formas y colores. Había un rosal tan viejo que su tronco parecía el de un árbol joven, y daba rosas blancas con toques crema y rosados. También crecían ababol —esas amapolas delicadas, de pétalos casi de papel y savia blanca pegajosa— y la misteriosa pastoreta, que más tarde supe que se llamaba cerezo de Jerusalén: hojas duras, verdes oscuras, y frutos rojos como canicas, que nosotros “cosechábamos” para jugar a hacer guisos imaginarios.

Ese corral no era un simple patio: era un escenario vivo donde cada elemento —planta, animal, mueble o rincón— tenía un papel en nuestras aventuras. Y aunque los años han pasado, todavía puedo sentir la mezcla de aromas: el perfume tenue de las rosas, la tierra húmeda tras el riego, y el dulce espeso de la leche condensada que nos untaba los dedos.

Entrada 2 – Sabores y juegos del campo

En aquellos días, la fruta no venía en bolsas de supermercado: crecía al alcance de la mano, fresca, tibia de sol, y a veces con un toque de polvo que bastaba con limpiar en la camiseta.

Las naranjas eran más que fruta: eran agua dulce para cuando jugabas lejos de casa y de los grifos. Pelarlas con los dedos, sentir ese chorro mínimo de zumo que salía disparado, morder un gajo frío… y seguir corriendo. Los dueños de los campos no te reñían por comerte unas cuantas; sabían que aquello no hacía daño ni a los árboles ni a su economía.

Las almendras verdes, tiernas y acuosas, con un sabor que nunca más he vuelto a encontrar. Las algarrobas, masticadas con paciencia para arrancarles el dulzor terroso de su pulpa seca. Los higos silvestres, con su piel áspera y su interior casi licoroso, dulzura pura que se deshacía en la boca. Y los tallos tiernos de algunas hierbas, arrancados al paso, que sabían a frescura vegetal y aventura improvisada.

Pero no toda fruta era inocente. Las sandías tenían un código distinto: no se cogían a plena luz del día, sino en incursiones nocturnas que parecían misiones secretas. Escoger las más grandes, sentir su peso fresco en los brazos, llevarlas a casa y, antes de tallarlas, vaciarlas con cuidado para comernos cada gramo de su pulpa roja y dulce. Solo entonces, con la cáscara vacía, comenzaba el arte: tallarlas para hacer farolillos. La luz de una vela brillando a través de la carne rojiza que quedaba adherida a la corteza creaba un resplandor extraño, cálido, que duraba lo que durara la noche.

Comer fruta en el campo era libertad y juego. Convertirla en farolillo era arte y complicidad. Y todo formaba parte de ese verano que parecía no terminar nunca.

Entrada 3 – Aventuras y pequeños peligros

El verano no era todo dulzura y fruta fresca; también traía sus pequeñas pruebas, esas que todos los niños pasábamos y que hoy se recuerdan con una sonrisa.

Las avispas eran inevitables. Siempre había alguna sobrevolando la fruta madura, flotando sobre un vaso olvidado de refresco o reclamando su parte de la sandía recién cortada. Tarde o temprano, el zumbido se convertía en un latigazo caliente sobre la piel. Entonces se activaba la sabiduría de los mayores: buscar un rincón de tierra, orinar sobre ella, mezclar hasta hacer un barro espeso y aplicarlo en la picadura. El amoníaco aliviaba el dolor y el picor, y cuando el barro se secaba, quedaba la marca de guerra y la anécdota para contar.

En la terraza, las noches de verano eran una mezcla de placer y tortura. Sentarse a tomar la fresca mientras los mosquitos formaban escuadrones invisibles era una prueba de resistencia. Aun así, nadie renunciaba a esas conversaciones bajo las estrellas, aunque implicara rascarse hasta el amanecer.

No todos los encuentros con la naturaleza eran hostiles. Un día, mi padre atrapó una ardilla que se dejó coger porque apenas podía ver: los ojos cubiertos por una costra espesa de pus. Preparó una infusión de manzanilla, la dejó templar y, con algodón y paciencia infinita, le fue limpiando poco a poco, reblandeciendo la costra hasta retirarla. La pobre ardilla recuperó su mirada brillante y, cuando se sintió libre, escapó con un salto.

El verano estaba lleno de esas pequeñas historias: algunas dolían, otras picaban, otras curaban. Todas, de un modo u otro, nos enseñaban algo.

Entrada 4 – El chalet de las vacaciones

Mis padres lo llamaban el chalet, aunque era una casita sencilla de una sola planta. Estaba un poco elevada sobre la acera, con parches de plantas decorando la entrada. Para nosotros, era mucho más que una casa: era el escenario de todos los fines de semana, Pascuas, Navidades y, sobre todo, veranos que parecían no acabar nunca.

Por dentro tenía tres habitaciones, un baño, la cocina y el salón-comedor. Lo suficiente para que todos estuviéramos cómodos, sin lujos, pero con esa calidez que dan los espacios vividos. Delante, una terraza donde las noches se llenaban de charlas, aire fresco… y mosquitos empeñados en unirse a la reunión.

Detrás, el huerto: un mosaico de árboles frutales, hortalizas y plantas que daban de comer y perfumaban el aire. Allí aprendí a reconocer el olor de la tierra regada al caer la tarde y el sabor de la fruta recién cogida.

En un rincón, la piscina pintada de azul, no muy profunda, perfecta para refrescarse y pasar horas entre chapuzones y juegos. Alrededor, la parte delantera de la parcela estaba vallada y llena de plantas ornamentales que mi madre cuidaba con esmero, poniendo color y vida a cada temporada.

Ese lugar tenía un ritmo propio. En Pascua, olía a flores nuevas y a comidas largas al sol. En Navidad, el huerto dormía, pero la terraza seguía siendo punto de reunión, ahora con chaquetas. Y en verano… en verano todo se volvía luz, calor, fruta fresca, agua, risas y noches infinitas.

Aquel chalet no era solo un segundo hogar: era un territorio de libertad, aprendizaje y felicidad sencilla, tejida con momentos que hoy guardo como un tesoro.

sábado, 9 de agosto de 2025

Cuando dejar un trabajo es mucho más que cambiar de empleo

 

Durante muchos años fui muy celosa de mi privacidad. Lo que me pasaba, lo que sentía, me lo guardaba para mí. Incluso en mi adolescencia, cuando las cosas dolían más, aprendí a esconderme para llorar y tragarme los dramas sola. No sé si esa forma de ser me ayudó o, más bien, me empujó poco a poco hacia una depresión que no supe reconocer hasta muchos años después.

Nunca tuve a alguien con quien hablar de esas cosas. No porque no hubiera personas a mi alrededor, sino porque no sentía que pudiera abrirme. Guardaba todo. Me acostumbré.
La excepción llegó un día en el que ya estaba mucho más allá de mi límite, trabajando con mi padre y soportando una relación laboral que me estaba desgastando por dentro.

Se lo conté a una amiga. La única vez que realmente rompí el silencio. Y ella no se limitó a escucharme: me buscó un trabajo, aunque fuera de limpiadora, para que pudiera salir de esa situación.
No era solo un cambio de empleo. Era una liberación. Poder trabajar sin depender de mi padre ni estar atrapada en esa dinámica fue un respiro que no sabía cuánto necesitaba hasta que lo tuve.

Ese fue mi punto de inflexión. Poco después surgió la oportunidad de una entrevista para trabajar en un laboratorio, en el campo que había estudiado, en un sitio donde muchos de mis compañeros de clase ya estaban.
No fue el trabajo soñado, ni mucho menos, pero fue la prueba de que las cosas podían cambiar, de que abrirte a la persona adecuada, en el momento justo, puede marcar un antes y un después.

Trabajar para vivir o vivir para trabajar?

 ¿Trabajo para vivir o vivo para trabajar?

Hace años tuve un empleo que, en su momento, me dio la novedad que estaba buscando: poder aplicar los conocimientos que había adquirido en mis estudios a un entorno real. Entré con ilusión, sintiendo la curiosidad de ver cómo se trabajaba de verdad en un laboratorio.

Pero esa chispa se apagó pronto. Era un puesto de Control de Calidad donde, más allá de la importancia de hacer las cosas bien, lo que realmente contaba era el volumen de trabajo que sacabas adelante. Mucho trabajo, muy rápido, y con muy buena calidad. Lo siento, pero para mí eso era inhumano.

Yo no quería vivir dedicada a un empleo ni consagrar mi vida a una empresa. Siempre he creído que trabajo para vivir, no que viva para trabajar. Pero esa filosofía parecía no encajar con lo que mis superiores esperaban, porque ellos veían su trabajo casi como una devoción religiosa.

Y ahí me di cuenta de que no todos buscamos lo mismo en nuestra vida laboral. Algunos quieren que su empleo sea su motor vital; otros, como yo, necesitamos que sea un medio para vivir, no el fin.

¿Tú qué opinas?
¿Eres de los que vive para trabajar o de los que trabaja para vivir?

miércoles, 6 de agosto de 2025

Elige bien tus palabras

La noche caía aún más pesada sobre Boston de lo habitual.
Lucydas arrastró a Talon al interior del refugio, su cuerpo temblando, no por el frío, sino por el hambre, por el cambio y el terror de no entender qué era ahora. Su piel era ceniza, sus ojos brillaban con un fulgor nuevo, irreal. Pero lo que más dolía era la confusión en su mirada, como si su alma intentara asomar tras ese velo oscuro que lo cubría entonces.
Lo dejó en una sala aislada, el cuarto que antes usaban para encerrar enemigos o amenazas impredecibles. Ahora contenía a su nieto.

—¿Dónde estoy…? —preguntó Talon, con voz quebrada.
Lucydas se arrodilló frente a él, sin máscara, sin el escudo de dureza que usaba con todos los demás.
—Estás a salvo. Talon… tú ya no eres humano.

Le explicó todo: la maldición de la sangre, la bestia que rugía dentro, el precio de la inmortalidad. Le habló de la Camarilla, del Yermo, del Wyrm, de la guerra invisible que los envolvía. De la traición. Y de Sissy.
Talon estaba en shock; cada palabra le pesaba más, y, sin embargo, ahora todo cobraba sentido… sabía que era cierto.
—¿Por qué lo hizo…? ¿Ella no me quería? —preguntó Talon, las palabras apenas escapando de sus labios partidos.
Lucydas apretó los dientes.
—Los vampiros no aman como los humanos. Al menos no deberían. Lo que Sissy sentía por ti en este momento… era una distorsión, una obsesión alimentada por algo oscuro, algo que la poseía desde dentro. Puede que sintiera cariño y afecto por ti en el pasado pero…
—Esa ya no es Sissy —dijo, tomando aire.

Talon lo miró en silencio. Una lágrima solitaria surcó su mejilla pálida. Lucydas miró cómo caía, tal vez la última que podría derramar.
—Entonces… ¿ya no hay vuelta atrás?
Lucydas negó despacio.
—No. Pero eso no significaba que estuvieras solo. Eres mi nieto. Estamos juntos en esto.
—Tengo hambre… —susurró Talon, ya sin fuerzas.
Lucydas asintió con gravedad. Sabía lo que iba a pasar. Estiró el brazo, exponiendo su muñeca.
—Bebe.

El chico dudó, pero su mirada se volvió borrosa y, en un suspiro, se abalanzó. La sangre fluyó. Con cada trago, Lucydas sentía la conexión sellarse: un vínculo, una cadena, algo sagrado y maldito.
Pero cuando Talon empezó a apretar, a beber con desesperación, Lucydas lo apartó bruscamente.
—Basta —gruñó.

Talon se quedó jadeando, manchado de carmesí. Aún no entendía nada. Lucydas se levantó de golpe y se dirigió a la salida. Talon aún no podía incorporarse; una fuerza pesada se lo impedía.
—¿A dónde vas? —preguntó.
Lucydas lo miró a los ojos. Severo, sereno, frío.
—Tengo que arreglar esto.
—No la mates… por favor… prométemelo…
Lucydas bajó la mirada. Conocía los sentimientos de Talon por Sissy; sabía que la antigua Sissy no habría hecho eso, que le tenía genuino cariño a su nieto, pero, de repente, la visión de ella sonriendo al otro lado de la enorme y recargada mesa del comedor, mientras Talon yacía inconsciente en ella como el plato principal de un banquete grotesco, le asaltó la mente.
—Ya está muerta.

Con un golpe seco, lo dejó inconsciente. Lo encerró en la bóveda, sellando la puerta con un código que solo él y Kira conocían. Envió un mensaje escueto:
“No abras la cámara. Pase lo que pase. Te lo contaré cuando vuelva.”
A partir de ahí, silencio.

Con calma meticulosa, preparó su arsenal, como tantas otras veces. La escopeta Dragonfire. Su Desert Eagle. El Barrett al hombro. Estacas, su fiel extintor… armas de monstruos para cazar monstruos.


La noche lo envolvía cuando llegó a la Galería. Todo seguía igual. El olor a pintura vieja, a polvo y a sangre. Allí estaba Sissy. Tal vez esperándolo. Tal vez perdida en su delirio. No importaba.
Al entrar, sintió un nudo formarse en su garganta. Notó cómo se desvanecía su amistad, su confianza. Secretos compartidos. Risas apagadas por la noche. Esperanza. Todo roto. Todo manchado por la decisión más egoísta o por los delirios más perturbadores.
La miró.
Sissy tenía el parche caído al lado. Parecía cansada. O ausente. O simplemente… vacía.
Lucydas levantó la escopeta. Fría. Implacable.
Y dijo, sin temblor, sin emoción:
—Elige bien tus palabras, dependiendo de lo que digas ahora… se sellará tu destino.

—No dispares aún.
—…
—No voy a suplicar. No voy a defenderme. No hay defensa para lo que hice. Lo sé. Talon… —traga saliva, como si la palabra le quemara por dentro—. Talon no merecía esto. Nunca debí haberlo traído a esta vida. Nunca debí… pensar que era mío para decidir.
—…
—Pero no estoy aquí por él.
—¿Ah, no?
—Estoy aquí por ti —dice ella, con voz temblorosa—. Porque hay algo que aún no han conseguido romper. Algo que me sostiene a duras penas… y que me trae de vuelta cuando la Voz no mira.
—¿Qué estás diciendo?
—Que lo que siento por ti no está contaminado. No es la Voz. No es el Wyrm. No es una compulsión. Ni una excusa. —Hace una pausa. Baja la mirada, como si le costara sostenerla—. Es lo único que aún no arde por dentro.
—…
—No lo vi venir. No sabía que era amor. Porque yo nunca tuve uno. Un primer amor. Lo que sentía por ti… lo que siento… no nació del deseo. Nació del silencio. De cómo me cuidabas sin tocarme. De cómo no me pedías nada cuando yo ya no tenía nada. De cómo nunca me miraste como lo hacían los demás. —Alza la vista, con lágrimas de sangre escurriendo por sus mejillas. No se las limpia—. Fuiste tú quien me sostuvo. Cuando yo misma ya no me quería. Cuando ya no sabía quién era. Eras tú.
—Sissy…
—No me perdones. No me salves. No lo merezco. —Da un paso al frente, muy despacio, y luego otro.— Solo quiero que sepas que esto que hago ahora… estar aquí, sin máscara, sin defensa… —Se arrodilla con cuidado, como si el suelo también doliera—. Es lo único que he hecho por amor en toda mi vida.
—…
—Así que si me vas a matar… hazlo. —Lo mira a los ojos, sin temblor, sin mentira—. Pero no digas que nunca fuiste amado.

Lucydas bajó lentamente la escopeta, no por compasión, no por duda, sino por el peso insoportable de lo que acababa de escuchar. Su mandíbula se apretó, un temblor casi imperceptible recorrió sus dedos, y sus ojos rojos se clavaron en los de Sissy como dagas congeladas.
—¿Eso era todo? —dijo al fin, su voz como hielo fracturado—. ¿Eso es lo que tenías que decir?

Sissy sostuvo la mirada.
—No… —Lucydas negó con la cabeza, apenas un movimiento—. No viniste a defenderte. Viniste a rendirte. A soltar una confesión envuelta en poesía, para evitar llamar a las cosas por su nombre.

Silencio. La escopeta volvió a alzarse, solo unos grados.
—¿Dónde está el perdón para Talon en todo esto? ¿Dónde está tu culpa real? No por amarme —eso es tu problema—, sino por arrastrarlo contigo al vacío. ¿Dónde está tu vergüenza por jugar con él cuando sabías lo que sentía?

La voz de Lucydas retumbó en los muros de la galería.
—¿No quisiste hacerle daño? ¿Entonces por qué lo convertiste? ¿Por qué le arrebataste su vida? ¿Porque no soportabas que me preocupara más por él que por ti?

La escopeta volvió a apuntar al centro del pecho de Sissy. Sus manos ya no temblaban. La decisión se estaba formando, capa a capa, con la precisión quirúrgica de un verdugo con el alma rota.
—Me estás diciendo que esto lo hiciste por amor… Pero no era amor, Sissy. Fue deseo. Fue posesión. Fue necesidad. Pero no amor.
—¡Tú no sabes lo que es amar! —levantó aún más la voz—. Amar es poner al otro por encima de ti. Es proteger, es cuidarlo, aunque no te quiera. Es dejarlo ir si es lo mejor para él.
—Tú me has tenido cerca y nunca supiste lo que eso significaba para mí. Siempre creí que éramos hermanos de la noche. Siempre creí que caminábamos juntos. Pero ahora veo que has estado caminando detrás, queriendo que me detuviera. Que mirara hacia atrás. Que te eligiera.

Los ojos carmesí de Lucydas brillaban con una intensidad fría y brutal. Casi parecía que lloraba, pero no había lágrimas. Solo furia. Solo decepción.
—Yo te quise, Sissy. Te quise más que a muchos. Pero nunca de esa forma. Y lo sabías. ¿Por qué no lo respetaste? ¿Por qué convertiste tu dolor en una sentencia para Talon? ¿Para mí?
—Así pues, dímelo —dijo Lucydas, con voz más baja pero más afilada que cualquier estaca—. Dame una razón. Una sola. Una que no esté tejida con romanticismo barato, una que no use la palabra “amor” como escudo. Una razón por la que no debería acabar contigo aquí y ahora.
Hizo una pausa.
—Y te juro que si vuelves a decir que fue “por amor”… apretaré el gatillo sin dudar.

Sissy no apartó la mirada.
—Hazlo —dijo, con la voz quebrada.
Abrió los brazos, despacio, como quien se entrega al fuego. No cerró los ojos. Quería que Lucydas fuera lo último que viera. Su barbilla tembló, pero se negó a que las lágrimas siguieran cayendo. Aun así, parecía que cada parpadeo quería grabar la imagen frente a ella en su retina para siempre.



¿De verdad no era amor?
¿Por qué había hecho lo que había hecho?
Estaba cansada. Mareada. Herida. Avergonzada. No quería seguir. No quería vivir con el reproche, el odio de Lucydas.
Un destello brilló en su memoria.
Fue malicia, pura malicia. Sabía que Lucydas iba a sufrir. Sabía que Talon iba a sufrir. Era un monstruo, no merecía seguir existiendo. Sí, existiendo, porque aquello no era vivir.
El destello se convirtió en brillo y dolía, dolía como nunca había dolido nada más.
Los ojos de Lucydas la quemaban, pero no quería dejar de mirar. Miraría hasta que ya no viera nada más.
Y, al final, una última lágrima rodó por su mejilla y cayó sobre su pecho: una marca roja, como una diana.
—Hazlo, por favor —dijo, en un susurro—. Hazlo.

Lucydas bajó la escopeta. No por duda. No por misericordia.
—La muerte es una salvación, no un castigo —dijo con rabia contenida.

Y, antes de que Sissy pudiera comprender del todo, Lucydas dio un paso y, con una violencia precisa, le atravesó el pecho con la estaca. El hueso crujió, sus palabras se escaparon de sus labios como una plegaria sin dios, y luego… la estaca.
Clavada en el centro de su pecho. Justo donde la última lágrima había dejado su marca.
El cuerpo de Sissy se desplomó en silencio: ya no hablaba, ya no se movía, ya no existía. Pero no estaba muerta. Solo suspendida, congelada en un instante eterno. Lucydas la sostuvo un segundo antes de que cayera del todo. La sostuvo como quien recoge los restos de algo que una vez creyó sagrado. Después la soltó, sin ceremonia.

Sin decir palabra, Lucydas volvió a la realidad de la galería. Bajo las sombras viejas y las telas cubiertas de polvo, encontró lo que buscaba: una vitrina de exposición, alta, alargada, con cristales gruesos y marcos de hierro negro. Era como un ataúd de lujo. Una cápsula de olvido.
Se la llevó, pieza a pieza, sin ayuda, cruzando las calles con el cuerpo estacado de Sissy envuelto en una manta oscura. Nadie lo vio. Nadie debía verlo.

Llegó al refugio cuando el reloj ya no marcaba horas, solo silencios.
En su habitación, desmontó el sobrio escritorio (lo único que quedaba de su antigua casa) y colocó la vitrina tumbada, como si fuera una urna ceremonial. A su lado, con una precisión casi amorosa, lavó el cuerpo de Sissy con un paño húmedo, le quitó la sangre seca del rostro, le desenredó el cabello.
Lucydas eligió uno de sus vestidos de la galería con la misma precisión con la que elegía una bala. De un tejido antiguo, pesado, con caída elegante. Mangas largas que envolvían los brazos inertes de Sissy como un sudario de niebla. El escote era sencillo, sin adornos, pero el cuello subía recto hasta rozar la mandíbula, como si protegiera lo último que le quedaba de dignidad.
La tela tenía un leve brillo, apenas perceptible, como si la luz se negara a abandonarla del todo. No era un vestido de gala, ni de guerra. Era de un tiempo anterior. De cuando aún había sueños. De cuando aún no era un monstruo.


Un cinturón fino ceñía su figura como una promesa vacía. Los pliegues caían hasta los tobillos con una quietud que no parecía de este mundo, como si incluso la gravedad le tuviera respeto.

Y allí estaba. Vestida de blanco. En su ataúd de cristal.
No como una santa.
No como una víctima.
Sino como una elegía.

La colocó dentro, con las manos cruzadas sobre el pecho. La selló.
Y se quedó allí, frente a ella.
Una lágrima carmesí se escapó por su mejilla, que se apresuró a limpiar con la manga. Vio cómo su reflejo flotaba sobre el cristal, mezclado con el de ella. Como si fueran dos espectros compartiendo un mismo encierro.
Sissy, atrapada en su vitrina de cristal, parecía dormida. Como si, en cualquier momento, pudiera abrir los ojos y volver a decir su nombre. Lucydas apoyó una mano sobre el cristal.
—Esto… no es amor —murmuró al fin, con voz grave, baja, herida—. Esto es egoísmo disfrazado de sacrificio.

Su rostro se endureció.
—Y yo te amaba a mi manera. Como se ama a quien camina contigo en la oscuridad. Pero tú querías más y solo pensaste en ti.

Golpeó el cristal con los nudillos, una sola vez, seca, sin rabia, como un juez sellando una sentencia.
—Y ahora estás aquí. No muerta. No libre. Solo… aquí. Para que cada vez que yo dude, cada vez que baje la guardia… te vea. Y recuerde. Quizá, algún día…

Se giró. Caminó hacia la puerta.
Antes de salir, sin volver la vista atrás, dijo:
—No fue justicia. Ni venganza. Fue mi límite.