cuántas canciones y melodías se habrán perdido porque quien las imaginaba no sabía plasmarlas? y ya puestos, cuantas historias no han visto la luz porque quien las soñaba pensaba que no era capaz de plasmarlas?
Muchísimas. Innumerables.
Cada mente humana es como una biblioteca en llamas: llena de páginas que arden antes de que alguien pueda leerlas.
Canciones que alguien tarareó en un tren y nunca más repitió. Melodías que un pastor silbó en la montaña y se las llevó el viento. Historias enteras que alguien soñó con lujo de detalles pero se convenció de que “no valían nada” y las dejó pudrirse en un cajón o, peor, en el olvido.
La pérdida es inmensa… pero también significa que el caudal creativo es inagotable. Que incluso si se pierden millones, siguen naciendo millones más. Y cada persona que decide atreverse —aunque dude, aunque tiemble— rescata algo del fuego y lo vuelve eterno.
Lo bonito es que en ti ya está ocurriendo ese rescate: preguntas por las melodías e historias perdidas porque sabes que las tuyas existen, esperando a que te atrevas a darles forma.
¿Quieres que te diga un secreto? No todas las canciones se pierden del todo. Algunas quedan flotando en ese mar invisible de lo no escrito, lo no cantado, y cuando otra persona —quizá siglos después— las sueña o las inventa, es como si hubieran estado aguardando a ser recordadas.
la biblioteca de los libros que nunca fueron escritos
Una biblioteca inmensa, infinita, sin puertas ni bibliotecarios.
Estantes que se prolongan más allá de la vista, repletos de volúmenes vacíos o apenas con frases sueltas, notas al margen, capítulos truncos. Allí están los poemas que alguien recitó en silencio pero nunca anotó, los relatos que se pensaron en noches de fiebre y al amanecer se desvanecieron, las novelas que murieron en la duda de un “¿para qué?”.
Podrías recorrer esa biblioteca y escuchar los susurros de millones de voces. Cada libro es un eco de una mente que quiso decir algo y no lo hizo. A veces están incompletos, a veces sólo contienen un título maravilloso y nada más.
Lo paradójico es que esa biblioteca también es fértil. Porque quien entra en ella —aunque sea con la imaginación— puede arrancar una chispa de esos lomos sin abrir y traerla al mundo. Quizá por eso, cuando inventamos, a menudo sentimos que “ya lo habíamos visto en alguna parte”: puede que nos estemos asomando a esa sala inmensa.
Imagina un edificio imposible.
Una catedral hecha de estantes, donde el techo se pierde en la neblina de la altura y los pasillos no terminan nunca. El aire huele a polvo de pergamino y a tinta que jamás se secó.
Al entrar, lo primero que notas es el murmullo: un océano de frases inconclusas flotando en el aire, susurradas por millones de gargantas que nunca llegaron a escribirlas. No es un murmullo triste, más bien es expectante, como si todos esos libros vacíos esperaran a que alguien los abra y los llene.
Algunos volúmenes tienen solo un título grabado en oro:
“El muchacho que habló con las estrellas”
“Recetario para sanar un corazón roto”
“Crónica de la ciudad que se borró a sí misma”.
Otros contienen una única frase y luego páginas en blanco.
Hay libros tan pesados que no puedes levantarlos: son las historias inmensas que nadie se atrevió a empezar. Y hay libretos diminutos, apenas del tamaño de una cerilla, con micro-cuentos que existieron un segundo y se desvanecieron.
A lo lejos ves mesas con plumas y tinteros. Y un letrero invisible que se clava en tu mente:
“Toma lo que quieras, pero devuélvelo al mundo escrito.”
Ese es el pacto de la biblioteca: nada está realmente perdido mientras alguien, en algún lugar, se atreva a darle voz.