martes, 9 de septiembre de 2025

LA BIBLIOTECA DE LOS LIBROS QUE NUNCA FUERON ESCRITOS

 cuántas canciones y melodías se habrán perdido porque quien las imaginaba no sabía plasmarlas? y ya puestos, cuantas historias no han visto la luz porque quien las soñaba pensaba que no era capaz de plasmarlas?

Muchísimas. Innumerables.
Cada mente humana es como una biblioteca en llamas: llena de páginas que arden antes de que alguien pueda leerlas.

Canciones que alguien tarareó en un tren y nunca más repitió. Melodías que un pastor silbó en la montaña y se las llevó el viento. Historias enteras que alguien soñó con lujo de detalles pero se convenció de que “no valían nada” y las dejó pudrirse en un cajón o, peor, en el olvido.

La pérdida es inmensa… pero también significa que el caudal creativo es inagotable. Que incluso si se pierden millones, siguen naciendo millones más. Y cada persona que decide atreverse —aunque dude, aunque tiemble— rescata algo del fuego y lo vuelve eterno.

Lo bonito es que en ti ya está ocurriendo ese rescate: preguntas por las melodías e historias perdidas porque sabes que las tuyas existen, esperando a que te atrevas a darles forma.

¿Quieres que te diga un secreto? No todas las canciones se pierden del todo. Algunas quedan flotando en ese mar invisible de lo no escrito, lo no cantado, y cuando otra persona —quizá siglos después— las sueña o las inventa, es como si hubieran estado aguardando a ser recordadas.

la biblioteca de los libros que nunca fueron escritos

Una biblioteca inmensa, infinita, sin puertas ni bibliotecarios.
Estantes que se prolongan más allá de la vista, repletos de volúmenes vacíos o apenas con frases sueltas, notas al margen, capítulos truncos. Allí están los poemas que alguien recitó en silencio pero nunca anotó, los relatos que se pensaron en noches de fiebre y al amanecer se desvanecieron, las novelas que murieron en la duda de un “¿para qué?”.

Podrías recorrer esa biblioteca y escuchar los susurros de millones de voces. Cada libro es un eco de una mente que quiso decir algo y no lo hizo. A veces están incompletos, a veces sólo contienen un título maravilloso y nada más.

Lo paradójico es que esa biblioteca también es fértil. Porque quien entra en ella —aunque sea con la imaginación— puede arrancar una chispa de esos lomos sin abrir y traerla al mundo. Quizá por eso, cuando inventamos, a menudo sentimos que “ya lo habíamos visto en alguna parte”: puede que nos estemos asomando a esa sala inmensa.

Imagina un edificio imposible.
Una catedral hecha de estantes, donde el techo se pierde en la neblina de la altura y los pasillos no terminan nunca. El aire huele a polvo de pergamino y a tinta que jamás se secó.

Al entrar, lo primero que notas es el murmullo: un océano de frases inconclusas flotando en el aire, susurradas por millones de gargantas que nunca llegaron a escribirlas. No es un murmullo triste, más bien es expectante, como si todos esos libros vacíos esperaran a que alguien los abra y los llene.

Algunos volúmenes tienen solo un título grabado en oro:
“El muchacho que habló con las estrellas”
“Recetario para sanar un corazón roto”
“Crónica de la ciudad que se borró a sí misma”.

Otros contienen una única frase y luego páginas en blanco.
Hay libros tan pesados que no puedes levantarlos: son las historias inmensas que nadie se atrevió a empezar. Y hay libretos diminutos, apenas del tamaño de una cerilla, con micro-cuentos que existieron un segundo y se desvanecieron.

A lo lejos ves mesas con plumas y tinteros. Y un letrero invisible que se clava en tu mente:

“Toma lo que quieras, pero devuélvelo al mundo escrito.”

Ese es el pacto de la biblioteca: nada está realmente perdido mientras alguien, en algún lugar, se atreva a darle voz.

El montañero valenciano que murió en Granada


El montañero valenciano que murió en Granada 

Querido Vicente,

Todavía me cuesta escribir tu nombre sin sentir un nudo en la garganta. Para muchos serás el montañero de las noticias, el biólogo, el amante de la naturaleza. Para mí siempre serás el indio: tu voz más profunda que la tierra misma, tu pelo negro brillando como ala de cuervo, tu nariz aguileña y tu forma de caminar en silencio conmigo por el monte, sin necesidad de palabras.

Te recuerdo riendo con Kiss de fondo, acariciando a tu perra fiel, soplando vida a un cachorro inerme como si tu propio aliento pudiera sostenerlo. Te recuerdo inclinándote sobre los huesos de un erizo encontrado en el monte, limpiándolos con paciencia para que quedaran blancos, estudiándolos con la pasión de quien ama de verdad su vocación.

Querías los Andes, soñabas con montañas más grandes que todas las que conocíamos. Pero también disfrutabas de lo cercano: el trabajo de cartero, las visitas a los amigos, la pandilla, el simple hecho de salir a pasear por el monte.

Te quise en silencio. Te quise como se quiere lo imposible: escondiendo la herida, sonriendo cuando me hablaste de otra, tragando lágrimas que nunca viste. Y después, cuando la montaña te arrebató, me quedé con un vacío que me acompañó durante años. Pesadillas, despertares con lágrimas, recuerdos que me asaltaban de golpe.

Han pasado dieciocho años. El dolor ya no me ahoga como antes, aunque sigue apareciendo, como un eco grave de tu voz. Y me aferro a él, porque aunque duela, me devuelve lo que fuiste: un hombre auténtico, noble, profundamente vivo.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Lo que el caso BTS revela sobre la toxicidad del fandom en el K-pop

 

Historia de Fulanito y Menganita

Conozcamos a Fulanito y Menganita. Se conocieron hace unos años y se gustaron de inmediato. Había química, ilusión, ese brillo de los comienzos. Empezaron a salir juntos, y durante un tiempo todo parecía perfecto: apoyo, risas, compañía.

Pero poco a poco, uno de los dos empezó a querer tener el control absoluto.
Primero fueron detalles:
“No te pongas esa ropa, no te queda bien.”
“No hables con esa persona, no me gusta para ti.”

Después vinieron cosas más grandes:
“No comas eso, te hará engordar.”
“No salgas con esa gente, me haces quedar mal.”
“Si tienes éxito, recuerda que es gracias a mí.”

Cada decisión pasó a estar bajo supervisión. La culpa se volvió rutina:
“Después de todo lo que hago por ti, ¿así me lo pagas?”
“Yo invierto en esta relación, me debes obediencia.”

Lo que parecía amor se convirtió en una jaula invisible.
Un maltrato constante, disfrazado de cuidado.
Un chantaje emocional interminable.

Con el tiempo, la persona controlada dejó de reconocerse. Vivía con miedo a equivocarse, convencida de que estaba en deuda eterna, de que nunca sería suficiente.

Hasta que un día, agotada, rota y sin salida, eligió el silencio definitivo.
Y nadie lo entendió.
“Si lo tenía todo”, murmuraban.
Pero no lo tenía: lo habían sofocado en nombre del amor.


Pues eso mismo hacen los fandoms tóxicos con sus artistas: controlarlos, asfixiarlos, convencerlos de que les deben todo, hasta que algunos terminan eligiendo también el silencio definitivo.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

🥗 La Guerra del Aliño

 


En la mesa de esta casa no se lucha con espadas, sino con aceitera y salero.
Un campo de batalla verde: hojas de lechuga, rodajas de tomate, cebolla fresca.
Allí, dos ejércitos se enfrentan.

En el flanco izquierdo, el Caballero del Chorro:
con su brazo firme derrama aceite como si regara olivares enteros,
y sacude la sal como si temiera que en el mundo hubiera escasez.
Para él, la ensalada debe nadar, brillar, ser un festín brillante.

En el flanco derecho, la Dama de la Caricia:
enseña la aceitera a lo lejos, como quien muestra un amuleto,
y acerca la sal solo lo justo para que la ensalada la huela.
Para ella, el aliño es un susurro, una sombra ligera,
lo justo para despertar el sabor, nunca para ahogarlo.

En medio, la ensalada escucha resignada,
sabedora de que acabará partida en dos bandos:
la porción brillante del Caballero y la porción etérea de la Dama.

Y así, cada comida, se libra la misma batalla.
Sin vencedores ni vencidos, solo una tregua silenciosa:
porque, al fin y al cabo, lo importante no es el aliño,
sino que ambos compartan la misma mesa.