jueves, 30 de octubre de 2025

UN POQUITO MAS

 Dicen que la vida se construye con rutinas, hábitos y costumbres. Antes lo entendía como una lista de cosas que debía hacer bien: dormir a tiempo, comer sano, moverme, pensar positivo. Sabía recitarlo, pero no cumplirlo. Me faltaba fuerza de voluntad.

Durante años busqué qué la generaba, qué encendía esa chispa. Creí que era cuestión de motivación, pero no encontraba motivos. Hoy lo veo distinto. La fuerza de voluntad no nace de la inspiración, sino del cansancio y la tozudez. De seguir tirando del hilo aunque el tejido no tenga sentido.

Mi motivación ya no es brillante ni heroica: es seguir viva para ver qué pasa después. El futuro me intriga demasiado como para rendirme antes de tiempo. Quizás el mundo no mejore, pero quiero mirar cómo cambia, cómo respira, cómo se transforma.

Y cuando me vence la pereza o la tristeza, no hago discursos. Solo me digo:
tampoco es para tanto, venga, un poquito más.

A veces ese poquito es todo lo que necesito.

sábado, 25 de octubre de 2025

Dios nos libre de aquellos dogmáticos de sí mismos

La combinación de inteligencia genuina y arrogancia moral es una mezcla potentísima y peligrosa.

Brilla, convence, arrastra —y al mismo tiempo ciega.

Cuando alguien es realmente inteligente, sabe construir argumentos, detectar inconsistencias, ponerlo todo bajo la lupa. Si a eso se le suma arrogancia moral, deja de buscar la verdad y empieza a demostrar que ya la posee.
Cada idea se convierte en una prueba de su lucidez, cada discusión en una oportunidad para exhibirse.
Y como suele tener razón a menudo, su entorno lo confirma; se vuelve su propio ecosistema de legitimidad.

El resultado es que su inteligencia deja de iluminar: se convierte en foco de calor, no de luz.
Convence, pero no escucha. Analiza, pero no empatiza.
Y lo peor: empieza a confundir tener razón con ser bueno.

Esa mezcla —inteligencia más arrogancia moral— es lo que convierte a personas brillantes en dogmáticos de sí mismos.
No necesitan dioses ni enemigos: ya tienen a su propio ego haciendo ambas funciones.

sábado, 4 de octubre de 2025

Postal desde el chalet

El sol aprieta, pero no quema: acaricia la piel con la misma calidez de hace años.

El agua de la piscina huele igual que siempre, mezcla de cloro y risas, como si cada chapuzón llevara la memoria de los veranos pasados.
En la mesa, la paella se anuncia antes de verse: ese aroma profundo del arroz cuando empieza a dorarse.
Los pinos vigilan alrededor, derramando gotas invisibles de resina en el aire, y basta respirar para saber dónde estás.

No importa que ahora el chalet sea de tu hermano. Cada vez que propone ir, lo que de verdad te está diciendo es:
—¿Quieres volver un rato al lugar donde todo olía a sol, a agua y a familia?

Y la respuesta, claro, siempre es sí.

PERIODOS DE MI VIDA: EPLA (Escuelas Profesionales Luis Amigó)

El patio y el tren

En el patio del colegio siempre había un mar de chicos. Nosotras éramos tan pocas que bromeábamos calculando a cuántos nos tocaba cada una: más de treinta por cabeza. Un bosque de ramas técnicas: Química, Metal, Automoción, Electricidad… y nosotras perdidas en medio, como islas diminutas. En clase de asignaturas comunes nos juntaban con otra rama pequeña, Imagen y Sonido. Éramos tan pocos que acabamos por conocernos todos de memoria.

Yo subía cada mañana al autobús escolar, con el estómago lleno de expectación. Había quien venía en tren desde otros barrios. Nos buscábamos en el patio, entre empujones y corrillos. Una mirada bastaba para recordarme que, incluso entre tanta multitud, alguien podía fijarse en mí.

El chalet de las convivencias

El colegio tenía un chalet en el pueblo, reservado para las llamadas “convivencias”. Nos llevaban allí un par de días, entre rezos, canciones y charlas. El moderador era un fraile viajero, Eliseo, marchoso, que nos enseñaba películas sobre niños de la calle en Sudamérica. Quisieron remover nuestras conciencias adolescentes, y lo consiguieron: volví tan distinta que hasta mis padres me dijeron que estaba rara.

Pero aquella convivencia dejó otra huella, mucho más personal. Allí recibí mi primer beso en la boca. No lo esperaba, y la sorpresa se mezcló con el vértigo de sentirme deseada por primera vez.

El golpe y la risa

Aquella ilusión se torció pronto. En el patio lo evitaba, y entre sus amigos corría un rumor: que yo le había pedido salir, que él había dicho que no, que ya me había “probado”, como si fuera una fruta en el mercado. Nunca supe si realmente salió de su boca o fue la malicia de algún amigo. Da igual: el daño estaba hecho, y me dolió infinito porque no era verdad.

Por suerte tenía a mis amigas. Ellas me rodearon como una muralla y empezaron a buscarle defectos al supuesto galán: que si la voz ridícula, que si el pelo mal peinado, que si su cara de acelga. Reíamos tanto que el dolor se fue deshaciendo. Fue la primera vez que comprendí que la amistad también cura: a veces con un abrazo, a veces con carcajadas.