sábado, 25 de octubre de 2025

Dios nos libre de aquellos dogmáticos de sí mismos

La combinación de inteligencia genuina y arrogancia moral es una mezcla potentísima y peligrosa.

Brilla, convence, arrastra —y al mismo tiempo ciega.

Cuando alguien es realmente inteligente, sabe construir argumentos, detectar inconsistencias, ponerlo todo bajo la lupa. Si a eso se le suma arrogancia moral, deja de buscar la verdad y empieza a demostrar que ya la posee.
Cada idea se convierte en una prueba de su lucidez, cada discusión en una oportunidad para exhibirse.
Y como suele tener razón a menudo, su entorno lo confirma; se vuelve su propio ecosistema de legitimidad.

El resultado es que su inteligencia deja de iluminar: se convierte en foco de calor, no de luz.
Convence, pero no escucha. Analiza, pero no empatiza.
Y lo peor: empieza a confundir tener razón con ser bueno.

Esa mezcla —inteligencia más arrogancia moral— es lo que convierte a personas brillantes en dogmáticos de sí mismos.
No necesitan dioses ni enemigos: ya tienen a su propio ego haciendo ambas funciones.

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