sábado, 12 de julio de 2025

UN VÁSTAGO IDEAL (adaptación de Un Marido Ideal a la ambientación de Vampiro, la Mascarada)

 





Un Vástago Ideal

Inspirado en “Un Marido Ideal”, por Oscar Wilde. Adaptado a los oscuros callejones y los aún más oscuros salones de la Camarilla de Boston.

 

👑 Sir Robert Chiltern → Robert Chiltern, Ventrue

Un joven y brillante Primógeno de clan Ventrue. Modelo de virtud Camarillesca, caballero ejemplar, símbolo del orden. Tiene un pasado que guarda bajo siete llaves: ascendió a su posición actual gracias a un trato con una figura del Sabbat, en tiempos de guerra. Aquel pacto le aseguró la información necesaria para destruir a un traidor… y le abrió el camino al poder. Hoy, ese pacto duerme. Hasta que no.

 

🎭 Lady Gertrude Chiltern → Gertrude, Toreador moralista

Su esposa. Un icono de rectitud en los salones de Elysium. Cree que su marido es el ideal vampírico encarnado. Vive en una burbuja de belleza y orden, y no tolera la fealdad moral. El descubrimiento de la verdad podría destrozarla… o transformarla.

 

🥂 Mrs. Cheveley → Cheveley, Lasombra exiliada

La joya de la adaptación. Una antigua Lasombra que abandonó el Sabbat tras su colapso y fue rechazada por la Camarilla. Ha conservado pruebas del pacto de Robert con los suyos, y regresa ahora como una dama refinada, peligrosa y exquisitamente vestida. Chantajea a Robert para que la ayude a consolidar su estatus dentro de la Camarilla de Boston. No busca dinero, busca legitimidad.

 

💋 Lord Goring → Lord Goring, Dandi Malkavian

Un Malkavian deliciosamente inútil, eterno diletante, que parece no tomarse nada en serio. Sin embargo, bajo su ironía se esconde una mente afilada y una lealtad inquebrantable. Guarda sus propios secretos… y sabe más de lo que aparenta sobre el pasado de Robert.

 

🎀 Mabel Chiltern → Mabel, Ghoul (o Chiquilla en proceso)

Hermana menor de Robert, humana aún… o tal vez no del todo. Su encanto y descaro la convierten en una figura amada en Elysium, aunque algunos Ventrue la miran con recelo. Su relación con Lord Goring es tan peligrosa como deliciosa. Si se convierte en chiquilla, será un escándalo. Si no, será una tragedia.

 

📜 TRAMA PRINCIPAL

Robert está a punto de ser nombrado Senescal. La ciudad lo respeta. Su esposa lo idolatra.

Pero llega Cheveley, con una elegante sonrisa y un pergamino antiguo que contiene pruebas del pacto con un Sabbat. Le propone un trato: o apoya su aceptación en la ciudad, o hará públicos sus pecados pasados.

 

Robert entra en pánico. Acude a Lord Goring, que juega al dandi… pero comprende el juego político mejor que nadie. Mientras tanto, Gertrude descubre todo y debe enfrentarse no solo a la traición, sino a la realidad de que su “vástago ideal” no existe.

 

En paralelo, Mabel y Goring viven su propio tira y afloja: dos seres atrapados entre el deseo, el peligro y una sociedad que no está lista para lo que representan.

 

🎭 TEMAS

v  La hipocresía moral de la Camarilla.

v  El poder como máscara.

v  La imposibilidad de ser verdaderamente "puro" bajo la Mascarada.

v  El valor del perdón y la caída de los ídolos.

v  La risa como resistencia frente al horror.


Un Vástago Ideal

Escena I — Elysium, Boston Athenaeum

(Donde los secretos duermen entre libros antiguos y los pecados se visten de gala.)

 

El Elysium de Boston —el venerable Athenaeum— brilla esa noche con una luz tenue, de esas que no iluminan, sino que acarician las sombras. La aristocracia vampírica desfila como un desfile de máscaras sin antifaz: hay seda, hay miradas contenidas, hay carcajadas que no suben del pecho.

Al fondo del gran salón, entre columnas de mármol y primeras ediciones que ya no leen ni los Toreador, Robert Chiltern, Primógeno Ventrue, recibe elogios que no desea.

Gertrude, su esposa, flota a su lado como un cisne de hielo, irradiando virtud. Su vestido blanco contrasta con el terciopelo negro del resto. Su sonrisa dice: Todo está en orden.

Lord Goring, con el pelo algo más largo de lo necesario y un broche de amatista inútil en la solapa, juega con un vaso sin contenido. Nadie sabe por qué está ahí. Todos se sienten incómodos preguntándose si sabe más que ellos.

Y entonces...

 Entra Cheveley.

Como una tormenta vestida de burdeos. Como un poema gótico que decidió vengarse. Lleva un abrigo largo, guantes que no se quita, y un brillo en los ojos que dice: "He vuelto. Y esta vez, quiero lo que es mío."


Cheveley (a Robert, con sonrisa cortés):

—Primógeno Chiltern. Qué encanto reencontrarte. Boston no ha cambiado tanto… tú sí.

 Robert (inclinación casi imperceptible):

—Cheveley. Qué… inesperado. No sabía que seguías con vida.

 Cheveley (una carcajada que roza el insulto):

—La vida es tan... sobrevalorada. Pero el prestigio, Robert, eso sí perdura. ¿Puedo robarte un momento? Prometo devolvértelo con intereses.

 

Antes de que Robert pueda contestar, Gertrude aparece, radiante y cortante.

Gertrude:
—No creo haber tenido el placer.

 Cheveley (con reverencia perfectamente medida):

—Oh, el placer es enteramente mío.  La Gertrude. Virtud encarnada. La Camarilla debería embalsamarte para la posteridad.

 Gertrude (con una sonrisa que huele a cuchillas de plata):

—Afortunadamente, no he muerto aún. Pero qué amable.

   Cheveley (a Robert, bajando la voz):

—El pasado es como un cadáver mal enterrado, querido. Y esta noche… alguien está cavando.

 

A unos pasos, Lord Goring observa el intercambio como quien contempla una obra en tres actos. Bebe de su copa vacía. Mabel, sentada en el respaldo de una silla, lo patea con un zapato pequeño, irritada.

Mabel:
—¿Qué haces?

Goring:
—Presencio la caída de Ícaro, versión Camarilla. Con un vestuario espléndido, eso sí.

Mabel:
—¿Quién es ella?

Goring (con sorna):

—Alguien que viene a reclamar… lo que no olvidó.

 Mabel:

—Me encanta. ¿Crees que me dejarán sentarme cerca cuando explote todo?

 Goring:

—Solo si prometes no aplaudir.

 Mabel (inclinándose):

—Prometer, jamás. Pero puedo brindar.

 

Y mientras en la biblioteca más antigua de Boston, los pecados comienzan a resucitar, el verdadero espectáculo apenas comienza. Cheveley ha traído documentos sellados con sangre vieja. Robert tiene demasiado que perder. Gertrude, demasiado que no está dispuesta a saber. Y Mabel... solo quiere que alguien se atreva a vivir con un poco de descaro.

 


 

Fragmento del Diario de Mabel Chiltern

Entrada sin fecha. Papel fino, tinta turquesa. Letra rápida, casi alegre. Huele vagamente a jazmín y a problemas inminentes.

 Querido diario,

Esta noche ha sido como una ópera en cámara lenta: nadie cantaba, pero todos gritaban en silencio. Y por supuesto, el telón no cayó… simplemente se deslizó hacia atrás, como si alguien —pongamos por caso, una señora Lasombra exquisitamente envenenada— lo hubiese arrancado con una sonrisa.

Ella entró como si la hubieran llamado con urgencia para animar el funeral de la decencia.

Cheveley.
Y yo me pregunto, ¿por qué todos los nombres que suenan a champán barato terminan oliendo a pólvora fina?

 Observaciones varias:

Gertrude, impoluta, como siempre. Parecía tallada en marfil, lo que me hace pensar: ¿acaso el marfil

 alguna vez ha tenido dudas?

Robert, tenso como corsé de debutante. No tanto por la señora Cheveley como por algo que ella trae

entre manos (y no hablo de sus guantes).

Goring, deliciosamente insoportable. A veces me dan ganas de besarlo solo para hacerlo callar. O para oír qué diría después, que es peor.

Yo, la más cuerda del lugar, lo cual es alarmante teniendo en cuenta que estuve tentada de robar una primera edición solo para ver si alguien lo notaba.

 Frase de la noche (pronunciada por mí, modestia aparte):

"Algunos usan la máscara para esconder lo que son. Otros, para soportarlo."

Goring me lanzó una mirada que decía "quiero escribir eso en una servilleta y firmarlo como mío". Pero no le di el gusto. He aprendido a quedarme con mis frases, al menos las buenas.

 Hipótesis de escándalo:

Cheveley no ha venido solo a bailar en el Elysium. Viene con cuentas antiguas, de esas que no se pagan con favores… sino con sangre fría. Y me atrevería a apostar mis pendientes (los de ónice, no los de esmeralda, aún los quiero) a que Robert no podrá mantenerse limpio si esto sigue.

 Conclusión nocturna:

Las noches de Boston se están volviendo más divertidas de lo recomendable. Y lo peor —o lo mejor— es que

me están empezando a gustar. Creo que debería hablar con Goring. O no. O sí. Pero primero, una copa. O dos.

Firmado con un suspiro y un poco de carmín,

Mabel

 


  Escena II — “La Tentación de Decir la Verdad”

Salón secundario del Athenaeum. Una habitación olvidada por los importantes, con divanes demasiado cómodos para intrigas serias. Es aquí donde se esconde quien no quiere ser visto… o quien quiere ser visto por la persona adecuada.


Lord Goring está tumbado en un diván con la languidez de un gato que nunca ha cazado nada salvo frases. Lleva el cuello de la camisa ligeramente desabrochado —un gesto que, en él, equivale a una declaración política— y juega con un reloj de cadena que no marca la hora desde 1893.

A su lado, sobre una mesa baja, reposa una copa de vitae que aún no ha tocado.

Mabel entra sin anunciarse, como quien está demasiado viva (o demasiado inteligente) para pedir permiso. Lleva los labios pintados del color exacto que tendría una sonrisa peligrosa.

 

Mabel (mirando alrededor, con fingido fastidio):

—¿Siempre escoges las salas que huelen a polvo, conspiración… y abandono emocional?

 Goring (sin moverse):

—Solo cuando no estoy de humor para cónclaves, condenas ni croissants caducados. Además, este diván tiene memoria. Aquí se decidió, entre otras cosas, la muerte del arzobispo de Providence y el destino de un retrato particularmente ofensivo de Mozart.

 Mabel (dejando caer su bolso como quien lanza una provocación):

—Y yo que venía solo por conversación. Y quizás un beso. Pero no si vas a ser poético.

 Goring (abriendo un ojo):

—¿Y si soy trágicamente lúcido?

 Mabel (sentándose a su lado, sin tocarlo):

—Entonces quizá solo me quede a escucharte mentir con estilo.

  Goring (pausa, mirada ladeada):

—¿Qué has venido a preguntarme, Mabel?

 Mabel (con tono de niña que juega con fuego):

—Lo que todo el mundo quiere saber, pero nadie dice en voz alta. ¿Qué quiere Cheveley de Robert? Y no me des esa mirada de “me aburro con lo obvio”. Sabes perfectamente de qué hablo.

 Goring (resignado, tomando por fin la copa):

—Quiere legitimidad. Y para eso necesita el pasado de Robert… o su futuro. Aún no ha decidido cuál prefiere romper.

 Mabel (cruzando las piernas, lentamente):

—¿Y tú? ¿Vas a salvarlo?

 Goring (mirándola por encima del borde del vaso):

—¿Y si no lo merece?

 Mabel:

—Oh, nadie lo merece. Ni siquiera tú. Pero algunos lo necesitamos. No por lo que son… sino por lo que aún podrían llegar a ser.

 Goring (casi susurrando):

—Siempre he odiado tu lucidez. En ti parece casi… romántica.

 Mabel (sonriendo):

—Y tú siempre has fingido no necesitar amor. En ti parece casi… desesperado.

 

Se quedan en silencio. El reloj de cadena se detiene del todo. Por un instante, no hay máscaras. Solo dos criaturas demasiado lúcidas para fingir que no sienten.

 


  Fragmento del Diario de Mabel Chiltern

Tinta púrpura esta vez. Letra más lenta. Página salpicada de pequeñas marcas, como si la pluma hubiese dudado. Al margen, un dibujo: un diván con cuernos.

 Sobre divanes peligrosos y hombres que tiemblan con estilo

Esta noche, querido diario, me he sentado en un diván con un hombre que nunca tiembla… pero esta vez, lo hizo. No de miedo. Ni de deseo (aunque no me habría molestado). Sino de esa emoción horrible y preciosa que solo sienten los que aún conservan algo parecido a una conciencia.

Lord Goring.

Sí, otra vez él. Ese encantador idiota que finge no entender nada mientras entiende más que nadie. El mismo que cita tragedias griegas para evitar hablar de sus sentimientos. El mismo que, cuando baja la voz, me hace querer quemar el protocolo con una cerilla de carmín.

 Datos recopilados:

— Cheveley no ha venido a hacer turismo emocional. Ha venido a destruir o ascender. Y ambos caminos pasan por Robert.

— Goring lo sabe. Lo supo desde el primer gesto de guante.

— Lo va a ayudar. Lo niega. Lo hará igual.

— Está cansado. No físicamente —eso sería muy poco poético para él—, sino moralmente cansado, como si llevara demasiado tiempo bailando con máscaras que ya no le hacen gracia.

 Frase no dicha (por poco):

“Si vas a salvar a alguien, asegúrate de que también te salves a ti.”

No la dije. Me miraba de esa forma que hace que una chica decente (o casi) se calle. Tal vez por primera vez en la noche, no quería oír su respuesta.

 Posibilidades del futuro inmediato:

Goring se inmola en nombre del honor, como corresponde a todo idiota elegante. Cheveley gana. Boston se convierte en un escenario de ópera barroca con cadáveres bellos. Yo beso a Goring. Él me besa de vuelta. El mundo sigue siendo terrible, pero al menos habría labios implicados. No necesariamente en ese orden.

 Conclusión del diván:

Los muebles antiguos guardan secretos. Y los hombres que saben demasiado… también.

 Firmado entre la costura de una mentira elegante y la verdad que aún no me atrevo a pronunciar,

Mabel



Escena III — “El Arte del Recuerdo”


Una sala apartada del Athenaeum. Las velas son eléctricas, pero no se nota. Las sombras se inclinan hacia quien mejor las paga. En el centro, una mesa sin papeles. Y sin embargo, todo lo que importa está escrito entre líneas.

 Robert Chiltern ha solicitado privacidad. El Primógeno Ventrue —símbolo del orden, del deber, de la imagen impoluta— ha cerrado la puerta tras él con mano firme. Pero no firme del todo. Su camisa no está perfectamente almidonada. Eso ya dice demasiado. Frente a él, Cheveley se quita lentamente los guantes. No lo hace por protocolo. Lo hace como quien afila una daga de terciopelo.

 Robert (seca y controladamente):

—Si tu intención era causar una escena en el Elysium, lo has conseguido. Pero si buscas un lugar entre nosotros, sabrás que este… no es el camino.

 Cheveley (sentándose como si ya fuera dueña del lugar):

—¿Sabes qué tienen en común los caminos y las puertas cerradas, Robert? Ambos se abren cuando tienes la llave adecuada. Y yo tengo una con tu nombre grabado.

 Robert:

—Eso fue hace más de un siglo.

 Cheveley:

—Y sin embargo, los documentos siguen en buen estado. Qué admirable es la Ventruecracia: tan buena archivando los pecados como fingiendo que no los cometió.

 Robert (tenso):

—¿Qué quieres?

 Cheveley (cruzando las piernas con precisión quirúrgica):

—Simple. Un pequeño favor. Tu voz. Tu voto. Tu venia. Quiero un puesto. Formal. Un lugar entre los tuyos. Quiero que patrocines mi aceptación en la próxima reunión del Consejo. Que hables de mí como alguien confiable. Valiosa. Estable. Nada que no hayas hecho ya por otros con más sangre sucia y menos estilo.

 Robert (bajando la voz):

—No puedo. No después de lo que hiciste en Montreal. El Arconte aún…

 Cheveley (interrumpiéndolo, con una sonrisa de oro viejo):

—¿Montreal? Qué memoria tan selectiva, Robert. Curioso que recuerdes mi indiscreción… pero no el pequeño favor que tú mismo pediste a cambio de silencio. La carta que firmaste. El envío de información a aquel “contacto externo”. ¿Cómo la llamaban entonces? Ah, sí: Operación Vía Muerta.

Robert (un susurro de piedra):

—Si revelas eso, acabarás muerta. Y no solo en el sentido poético.

 Cheveley:

—Oh, Robert. Siempre tan legalista. No quiero tu muerte. Quiero tu palabra. Porque en este juego, eso vale más que cualquier vida.

 

Cheveley se inclina. Extrae un sobre de su bolso. Lo coloca sobre la mesa como si fuera una carta de amor.

Dentro: el documento firmado. Un recuerdo de guerra. De ambición. De traición vestida de necesidad.

 

Cheveley:
—No te estoy pidiendo que mientas. Te estoy dando la oportunidad de que decidas a quién protegerás esta vez. ¿A ti mismo? ¿A tu reputación? ¿O a esa encantadora esposa tuya, que aún cree que los monstruos tienen modales, pero no pasado?

 

Robert no responde. La carta sigue sobre la mesa. Pero la jaula ya se ha cerrado. Con alfombra persa y cortinas elegantes, sí. Pero una jaula, al fin.

 


  Fragmento del Diario de Mabel Chiltern

Página doblada en la esquina. Tinta negra esta vez, como si el buen humor hubiese hecho una pausa. Una flor seca entre las hojas. Huele a incienso... y a decepción anticipada.

 Sobre cartas que no deberían existir y hombres que no saben decir “no”

Anoche pasé por el pasillo azul del Athenaeum. Ese donde las paredes están tan llenas de retratos antiguos que parece que los antepasados te juzgan por cada pensamiento. Allí vi la puerta cerrada. La de la sala privada. Y el leve parpadeo de un silencio demasiado denso. Estaba él dentro. Robert.
Con ella. Cheveley. Y por alguna razón —llámalo intuición, mal presagio o pura estética— supe que no era un encuentro casual. Ni cortés. Ni salvable con diplomacia.

 Cosas que sé sin pruebas (pero con estilo):

  1. Cheveley tiene algo en las manos. Y no hablo de su manicura perfecta.
  2. Robert ha hecho algo. En el pasado. O en el presente. O las dos cosas, que es lo que más me preocupa.
  3. Nadie chantajea a un Ventrue sin armas.
  4. Nadie se deja chantajear… sin una grieta previa.

 Frase que no dije (pero se me clavó en el paladar):

“Los pecados más feos no son los que cometemos. Son los que decidimos conservar.”

 Goring me diría que estoy viendo fantasmas donde solo hay sombras. Que dramatizo. Que soy joven y me dejo llevar por mi imaginación. Y tiene razón. Pero también sé leer los silencios. Y el de Robert, esta noche, fue el de alguien que ha sido golpeado con algo más pesado que la verdad.

 Posibilidades inmediatas:

Robert cede. El precio será alto, pero no inmediato.

Gertrude descubre todo… y su concepto de “amor” colapsa como un vitral mal emplomado.

– Yo dejo de escribir tonterías y empiezo a prepararme para cuando el mundo se caiga encima. Con tacones.

Obvio.

 Conclusión de esta entrada:

A veces, el problema no es lo que alguien hizo. Es que lo hizo creyendo que no se notaría. Y lo más gracioso es que tienen razón. Hasta que alguien —pongamos, una mujer con cuaderno y lápiz afilado— lo nota.

 Firmado con una flor seca y una sospecha viva,

Mabel

 


  Escena IV — “La grieta bajo el mármol”

Residencia Chiltern. Justo antes del amanecer. Una de esas casas donde todo está dispuesto para impresionar, pero nada para consolar. Gertrude está sola. Lo cual, ya es sospechoso.

 Gertrude Chiltern no duerme. Dormir, para ella, es un acto de inocencia… y eso hace años que dejó de permitírselo. Camina descalza por el salón principal. Las alfombras orientales amortiguan sus pasos, pero no sus pensamientos. Un fuego perfectamente domesticado arde en la chimenea. Las brasas crujen. Como si supieran algo. En su regazo, una carpeta. No la ha abierto. Aún no. La encontró en el escritorio de Robert.  Sin cerrar. Sin marcar. Y eso, en él, es una confesión con corbata.

La puerta del salón se abre. Mabel entra, con bata de seda, una taza de sangre templada, y esa cara de “no quiero entrometerme, pero lo haré con estilo”.

 

Mabel:
—¿Otra noche sin dormir o estás ensayando para un papel de mártir griego?

 Gertrude (sin mirarla):

Robert ha cambiado. O… ha vuelto a ser quien era. No sé cuál me asusta más.

 Mabel (sentándose a su lado):

—¿Puedo decir algo imprudente?

 Gertrude (una risa breve, seca):

—Si no lo hicieras, pensaría que no eres tú.

Mabel:
—Tal vez nunca lo dejó de ser. Solo que antes lo admirabas demasiado para notarlo.

 Gertrude (mira por fin la carpeta, pero no la abre):

—¿Crees que hay algo que pueda perdonarse si se ha sostenido tanto tiempo?

 Mabel:

—Creo que hay cosas que no se perdonan. Pero se eligen igual. Porque a veces… lo que se salva no es a la persona. Es lo que aún podría construirse con ella.

 

Silencio. La chimenea susurra traiciones pasadas.

 

Gertrude:
—Si resulta ser cierto… si esa mujer tiene razón…

 Mabel (la interrumpe suavemente):

—Entonces harás lo que siempre haces: No romperte. No gritar. Y seguir pareciendo perfecta. Pero tal vez, esta vez, también podrías sentir algo por ti. No por él. No por su imagen. Por ti.

 

Gertrude no responde. Sus dedos se cierran sobre la carpeta. Y esta vez, la abre. Una hoja. Una firma. Una fecha que no debería estar allí. Sus labios no tiemblan. Pero sus ojos…Eso sí que fue un parpadeo. Real. Humano. Doloroso.

 


  Fragmento del Diario de Mabel Chiltern

Página escrita sin adornos. Sin dibujos. Sin flor seca. Solo tinta. Al pie, una gota difusa: no queda claro si es de té derramado… o algo más.

 Sobre mujeres que se rompen sin hacer ruido

Anoche encontré a Gertrude sola, en bata, frente al fuego, con una carpeta que olía a pasado podrido. Y supe —lo supe— que la grieta ya estaba. No recién hecha. No abierta por Cheveley. No.
Ya estaba ahí. Solo que ahora se atrevía a mirarla.

 Observaciones:

Robert ha dejado señales. Por descuido o por deseo inconsciente de ser descubierto.

Gertrude lo idolatró tanto tiempo que ahora no sabe si está más enfadada con él… o consigo misma por no haberlo visto antes.

— La carpeta estaba ahí. Abierta. Lista. Las mentiras no se guardan tan mal sin motivo.

 Cosas que me duelen (aunque no lo diga):

v  Ver cómo una mujer que ha vivido años sosteniéndolo todo con gracia… empieza a derrumbarse sin ruido, como un altar mal construido.

v  No poder decirle “déjalo”, porque sé que no puede.

v  Sospechar que, en el fondo, aún lo ama.

v  Y eso es lo que más la envenena.

 Frase que pensé y no pronuncié:

“Cuando un ideal cae, no hace ruido. Porque el eco se lo guarda una misma, para toda la eternidad.”

 Y sin embargo... Gertrude no lloró. No gritó. Solo miró la hoja. Como si estuviera reconociendo el cadáver de alguien que no sabía que había muerto. La Gertrude que salió de esa sala ya no era la misma. Y Boston… debería empezar a temblar.

 Conclusión de esta noche:

Hay verdades que son como espejos: No duelen al reflejarte. Duelen cuando ves que estabas ahí… y no te reconoces. Firmado con un poco menos de descaro y un poco más de rabia,

Mabel

 


  Escena V — “El Precio de la Apariencia”

Refugio de Lord Goring. Un lugar que parece improvisado y, sin embargo, cada detalle está perfectamente escogido. Arte decadente. Libros sin abrir. Una silla demasiado incómoda para visitas largas y un sofá donde han dormido decisiones peores que el hambre.

 

Lord Goring está de pie frente a un espejo.

No se mira a sí mismo: examina el reflejo de una corbata que no ha decidido si ponerse. Como todo en su vida, es una elección estética disfrazada de indiferencia. Se oye un golpe en la puerta. No un timbre. No un anuncio. Un golpe seco. Imperativo. Ventrue. Robert Chiltern entra sin esperar invitación. Eso, en términos de Camarilla, equivale a una confesión. No trae guardaespaldas. No trae excusas.

 

Goring (sin girarse):

—¿Te has equivocado de salón, Robert? El de las excusas nobles queda tres pisos más abajo, junto al contenedor de las promesas vacías.

 Robert:

—No estoy para juegos.

 Goring (al fin se gira, con media sonrisa):

—Ah, pero yo sí. Siempre. Y créeme, este es uno de esos momentos en que lo más sensato es tratar la tragedia como una farsa elegante. ¿Vas a sentarte o solo vienes a arrastrar tu sombra por mi alfombra?

 Robert (con voz áspera):

Cheveley tiene los documentos.

 Goring (arquea una ceja):

—¿Y también el alma de tu primogénito? ¿O eso aún no lo has firmado?

 Robert (cansado):

—No es gracioso.

 Goring (serio, por fin):

—No. Lo sería… si no fuese tan ridículamente predecible. Has cometido un error. Uno viejo. Uno que juraste enterrar. Y ahora vuelve con tacones y sonrisa afilada. La pregunta, querido Robert, no es qué hiciste. Es: ¿cuántas máscaras vas a romper para evitar que lo sepan?

 

Robert baja la cabeza. Solo un segundo. Un gesto que no se ha permitido ni ante el Príncipe.

 

Robert:
—Si esto sale a la luz, no caeré solo. GertrudeMabel… El Consejo… Boston entero empezará a dudar de todo.

 Goring (apoyándose en la mesa):

—Oh, por fin. La verdad. No la del crimen. No la del pacto. La verdad real: No temes perderlo todo. Temes que descubran que nunca lo tuviste realmente.

 

Silencio. Goring da un trago a su copa. Está vacía. No importa.

 

Goring:
—¿Qué quieres de mí?

 Robert:

—Ayúdame. Convéncela. Haz que calle.

Goring:

—¿Y por qué lo haría?

Robert (la mirada quebrada):

—Porque tú… tú también sabes lo que es no ser quien todos creen que eres. Porque tú la entiendes. Y porque si esto termina mal… no me quedará nada.

 

Goring cierra los ojos. Solo un segundo. Y al abrirlos, ya ha decidido.

 

Goring:
—Lo haré. Pero no por ti. Lo haré por ellas. Porque tú, Robert… no mereces salvación. Pero tal vez ellas sí merecen no verte arder.

 


  Fragmento del Diario de Mabel Chiltern

La caligrafía cambia. Más apretada. Más directa. Como si las palabras se atropellaran por salir. En la esquina inferior, la huella de un dedo manchado de rouge.

 Sobre hombres que suplican y otros que escuchan

No estuve allí. No hacía falta. Puedo imaginarlo con detalle quirúrgico:

— Robert, cruzando la puerta como si aún llevara puesta su dignidad.

— Goring, disfrazado de despreocupación, con una copa vacía y una sentencia en los labios.

— Y entre ellos dos, el peso de una ciudad que no está hecha para el perdón, ni para la verdad.

 Lo sé porque al volver esta noche, encontré a Goring distinto. No trágico. No derrotado. Pero sí… más pesado. Como si hubiera cargado con algo que no quería tocar ni con guantes de terciopelo.

 Frase que no me dijo (pero me dejó entrever):

“No todos los pecados se pagan con sangre. Algunos se pagan con silencio.”

 Y entonces entendí: Ha aceptado ayudarlo. Por Robert. Por Gertrude. Por mí, quizás. Aunque nunca lo admitiría. Especialmente por mí.

 Cosas que me asustan y me enorgullecen al mismo tiempo:

  1. Que Goring pueda sacrificar su alma con tanta elegancia.
  2. Que su corazón sea más noble que su fachada.
  3. Que lo ame.
  4. Que él lo sepa.

 Conclusión de esta entrada:

Algunas personas no necesitan una cruz para redimirse. Solo necesitan un motivo que duela más que su orgullo. Y Goring… acaba de encontrar el suyo.

 

Firmado con un pulso más firme de lo que esperaba,

Mabel

 


  Escena VI — “Duelo a Puerta Cerrada”

Una habitación del Athenaeum que no figura en los planos. Las paredes están forradas de terciopelo burdeos y libros que nadie consulta. Dos sillas. Una mesa. Ningún testigo. Aquí, las palabras no se gritan: se afilan.

 

Cheveley ya está sentada, por supuesto. Es una criatura que nunca llega tarde porque ya estaba esperándote desde antes que tú supieras que vendrías. Su vestido parece haber sido tejido con secretos. Sus guantes descansan sobre el regazo como si aún tuvieran algo que ocultar.

 

Lord Goring entra sin anuncio ni reverencia. Se sienta frente a ella. No ofrece la mano. No sonríe. Y, sin embargo, cada gesto suyo grita: “He venido a jugar. Y pienso ganar.”

 

Cheveley (inclinándose levemente):

—Nunca pensé que tú serías el emisario. Esperaba a alguien con más moral… o al menos con menos ironía.

 Goring (encogiéndose de hombros):

—La moral está sobrevalorada. La ironía, en cambio, es todo lo que nos queda cuando el resto falla.

 Cheveley (cruzando las piernas):

—Vienes a negociar, entonces. Pensaba que tú ya habías dejado de hacer favores a hombres que no te invitan a cenar.

 Goring (una sonrisa suave):

—Oh, querida. Yo solo hago favores a mujeres que podrían arruinarlo todo con una palabra. Y tú… tienes toda una ópera trágica en la garganta.

 Cheveley (se ríe, pero con filo):

—¿Y qué vas a ofrecerme, Goring? ¿Una flor? ¿Una disculpa? ¿Un vals con redención incluida?

Goring:
—Te ofrezco lo que más valoras: Visibilidad. Legitimidad. Un asiento. Una entrada triunfal al salón que te cerró las puertas hace décadas. No como amenaza. Como elección.

 Cheveley (con desdén):

—¿Y qué gana Boston aceptándome?

 Goring:

—Una traidora que ya no quiere destruirla. Y créeme, eso vale más que diez idealistas dispuestos a morir por la causa.

 

Cheveley se queda en silencio. Solo un segundo. Un error mínimo. Pero Goring lo ve. Goring (apoyando los codos en la mesa, sin parpadear):

—¿Sabes por qué me odias, Cheveley? Porque yo también lo vi todo. Los pactos. Las traiciones. Las decisiones desesperadas. Y en lugar de guardar los documentos… los olvidé. Tú los guardaste. Porque sabías que, algún día, los necesitarías para que el mundo volviera a verte.

 Cheveley (muy despacio):

—¿Y si los quemo, Goring?

 Goring:

—Entonces arderás con ellos. Y no lo digo como amenaza. Lo digo como epitafio.

 

Silencio. Cheveley se pone los guantes. Despacio. Uno por uno.

 

Cheveley:
—Dile a Robert que sus secretos están a salvo. Y dile a Gertrude que, cuando caiga otro, yo no estaré para recogerlo.

 Goring (de pie ya, dándole la espalda):

—Y tú, Cheveley… Busca otro nombre. Este ya no engaña a nadie.

 

La puerta se cierra con un clic suave. Pero el eco del duelo aún resuena. Una guerra sin armas. Una batalla ganada con el peso exacto de las palabras.

 


  Fragmento del Diario de Mabel Chiltern

Papel más grueso. Escrito con pluma de punta fina. La tinta es azul oscuro esta vez, como una noche sin farolas. Un pequeño pétalo de peonía está prensado en la esquina superior: intacto, salvo por un borde dorado que alguien ha pintado a mano.

 Sobre mujeres que ceden y hombres que sangran por dentro sin abrir la boca

Me enteré esta tarde. Cheveley ha desistido. No oficialmente, claro. Solo en ese lenguaje exquisito y podrido que habla la Camarilla: una carta no enviada, una amenaza no repetida, una mirada que deja de perforar.

 ¿Quién lo logró?

Goring. Por supuesto. Aunque él dirá que fue una conversación. Y ella dirá que fue un cálculo. Y Robert… no dirá nada, como buen mártir. Pero yo sé. Yo sé que fue un duelo. Y que él ganó. Y que ella lo respetó por eso.

 Frase que me vino al corazón como un susurro afilado:

“Cuando alguien renuncia a una venganza, lo que queda no es paz. Es el eco de lo que casi ocurrió.”

 No me siento triunfante. Tampoco aliviada. Solo… suspendida. Como si la cuerda que estaba a punto de romperse hubiese decidido, por esta noche, no partirse. Pero no porque esté más fuerte. Sino porque alguien la sostiene desde abajo, sin decir nada.

 Cosas que aún me inquietan:

  1. Robert sigue siendo Robert.
  2. Y los errores que cometió no desaparecen porque se hayan guardado otra vez bajo llave.
  3. Gertrude no ha dicho ni una palabra desde la noche del sobre.
  4. Y ese silencio tiene forma de ruina contenida.
  5. Goring no se ha jactado de nada.
  6. Y eso, en él, es casi un grito.

 Conclusión de esta entrada:

A veces, el mayor acto de poder es renunciar a destruir. Y el mayor acto de amor… es no decir “te lo dije”.

Firmado entre el pulso que vuelve y una flor que se salvó del fuego,

 Mabel

 


  Escena VII — “La verdad después del silencio”

Residencia Chiltern. Despacho de Robert. Las luces son suaves, pensadas para no reflejarse en los retratos. Es tarde. No tanto como para que amanezca, pero lo suficiente como para que todo pese más de lo habitual.

 

Gertrude entra sin anunciarse. Como si no necesitara anunciarse más. Como si el vínculo que los unía hubiese dejado de pedir permiso. Robert está de pie, de espaldas, frente a la ventana. Afuera, Boston brilla como si no tuviera pecados. Adentro, el aire es tan espeso que parece agua.

 

Gertrude (sin rodeos):

—Ya lo sé todo.

Robert no se gira. No por arrogancia. Sino porque aún no sabe si puede sostenerle la mirada.

 Robert:

—¿Y qué vas a hacer con eso?

 Gertrude (pasa junto a él, sin tocarlo):

—Nada.  Porque ya lo hiciste tú. La culpa. La máscara. La distancia.

 Robert (en voz baja):

—Lo hice por necesidad. Por supervivencia.

 Gertrude:

—Lo hiciste solo. No por nosotros. No por mí.

 Robert (girándose al fin):

—Tenía miedo. Miedo de no estar a la altura del ideal que creaste. Miedo de perderte si te mostraba la parte de mí que también sangra.

 Gertrude (fría):

—No necesitaba un ideal. Necesitaba un compañero. Pero tú… tú preferiste ser estatua. Y ahora me culpas por esculpirte.

 

Silencio. El tipo de silencio que no llena el espacio. Lo rompe.

Robert:
—¿Vas a dejarme?

 Gertrude (tras una pausa):

—No. Pero no porque te perdone. Sino porque yo también he cambiado. Y tal vez… sea momento de reconstruir algo más real. Más feo, quizás. Pero también más nuestro.

 

No se abrazan. No se besan. Pero por primera vez en mucho tiempo, están juntos en el mismo lugar, sin fingir. El retrato de familia en la pared tiembla ligeramente. O tal vez solo fue el viento.

 


  Epílogo — “A media luz y a media verdad”

Un rincón del Athenaeum, ya vacío. Quedan pocas horas para el amanecer. Las lámparas están apagadas, salvo una. Junto a ella, un sofá. Una taza a medio terminar. Y dos personas que, por una vez, no tienen nada que fingir.

 Lord Goring está sentado con las piernas estiradas y el chaleco desabrochado. El broche inútil de amatista cuelga del bolsillo como un trofeo caído. Mira el techo. No piensa en nada. O lo hace tan intensamente que parece lo contrario.

 Mabel se acerca en silencio. Lleva su abrigo doblado en el brazo, pero no se va. No aún.

 

Mabel:

—Sabía que lo harías.

 Goring (sin mirarla):

—¿Salvarlo?

 Mabel (suelta una risa breve):

—No. Salvarnos a todos mientras fingías que no te importaba.

 

Se sienta a su lado. No demasiado cerca. Solo lo suficiente para que el silencio no parezca soledad.

 

Goring:

—Fue horrible. Elegante, por supuesto. Pero horrible.

 Mabel:

—No te vi esta noche en tu pose habitual de “todo me aburre”. Casi pareces humano.

 Goring (girando apenas la cabeza):

—Casi.

 Mabel:

—¿Y ahora qué?

 Goring (después de una pausa):

—Ahora… no pasa nada. Robert sigue siendo Robert. Gertrude ha cruzado un umbral. Cheveley ha vuelto a la penumbra con la frente alta. Y yo… yo he usado una parte de mí que prefería mantener oxidada.

 Mabel:

—¿Y te dolió?

 Goring:

—Solo cuando se hizo el silencio después. Cuando ya no había necesidad de ser brillante.

 

Ella le quita la copa vacía de la mano. La deja en el suelo. Y le toma los dedos, sin ceremonia. Como si lo hubiera hecho mil veces en otros sueños.

 

Mabel:

—Brillas igual, aunque no hables. Aunque no estés salvando a nadie.

 Goring (casi un susurro):

—¿Incluso entonces?

 Mabel:

—Especialmente entonces.

 

Se quedan así. A media luz. A media verdad. Sin hacer planes, ni confesiones, ni promesas. Solo dos seres rotos con estilo, que esta vez… no tienen prisa en arreglarse.