miércoles, 16 de julio de 2025

 

Torrepacheco y el veneno de la desinformación

La gente no quiere pensar. No cuando puede escupir opiniones en redes sociales, repetir lo que le da la razón o esconderse detrás del pluralismo cobarde. Esta semana, como tantas otras, escuché un debate sobre los sucesos de Torrepacheco. Personas aparentemente sensatas, queriendo ser realistas, moderadas… y sin embargo, sin decir nada.

Hay algo profundamente cansado en el ambiente. Como si nos hubiéramos resignado a que las cosas sean así. Como si la única manera de convivir fuera no mirar demasiado, no señalar, no mojarse.
Y claro, luego vienen los vídeos, los titulares, los tertulianos. Opiniones enlatadas. Opiniones "moderadas". Opiniones con miedo. Y, en paralelo, el fuego: la reacción desmedida, visceral, de quienes se sienten ignorados, insultados, abandonados por un discurso que ya no los representa.

Antes, cuando alguien hablaba de conspiraciones, pensábamos en OVNIs y hombres de negro. En teorías que, aunque absurdas, no solían matar a nadie. Hoy, las conspiraciones son mainstream. La Tierra es plana. El agua del grifo está drogada. Las vacunas son un experimento de control. Y los algoritmos les dan voz, foco y eco.

Pero lo más grave no es la ignorancia. Es la arrogancia de la ignorancia. Esa certeza con la que alguien afirma cualquier barbaridad como si fuera palabra santa. Y lo que hay detrás no es sólo desinformación. Es pereza. Es una sociedad que ha dejado de querer pensar.

Durante un tiempo, confiamos en que el acceso a la información nos haría más sabios. Hoy sabemos que no. Porque acceso no significa criterio. Porque muchos prefieren un vídeo de TikTok antes que un artículo. Porque la verdad incomoda, mientras que la mentira consuela.

Y mientras tanto, los medios siguen sin mojarse. El miedo a "incitar" lo justifica todo. Y aunque entiendo esa responsabilidad, también creo que la neutralidad excesiva es una forma elegante de cobardía. El silencio, a veces, es más culpable que el grito.


Más tarde vi algo que me dejó en silencio: un anciano, probablemente del pueblo, con el rostro golpeado. No era un agitador. En el audio se le escucha pedir respeto, educación, diálogo. Era un intento de cordura. Y fue silenciado.

También escuché a alguien decir que “los que protestaban ni eran del pueblo”. Que el kebab que destrozaron llevaba años funcionando sin conflictos. Que un grupo de imanes acudió para calmar los ánimos. ¿Y entonces?

Nada de eso fue suficiente. Porque cuando se instala el ruido y la furia, todo lo demás se vuelve invisible.

Podría escribir más. Podría lanzarme a afirmar cosas que he oído o visto en redes. Como las fotos que circulan, culpando a distintos jóvenes árabes, con distintas caras, en distintas publicaciones. Como si la verdad pudiera elegirse según el sesgo del día.

Pero no lo haré. Porque contrastar lleva tiempo, y el odio no lo tiene. Porque cuando los hechos se vuelven borrosos y el juicio se sustituye por clics, todos perdemos.

No estoy aquí para gritar más. Estoy aquí para pedir que escuchemos mejor.


No quiero resignarme. No quiero quedarme en el sarcasmo fácil ni en el desprecio gratuito. Lo que me frustra no es que la gente se equivoque. Es que se niegue a pensar.

No necesitamos más tertulias. Necesitamos conversaciones valientes. Y periodistas que se mojen. Porque si seguimos evitando llamar a las cosas por su nombre, no tardaremos en confundir el barro con la verdad.

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