La obediencia que mata
El hundimiento del Sewol no fue solo una catástrofe marítima. Fue un espejo de todo lo que una sociedad no quiere ver de sí misma: cómo la obediencia ciega puede matar, cómo la confianza en la autoridad puede volverse un verdugo.
A los estudiantes se les ordenó permanecer quietos. Y obedecieron. Algunos incluso llamaron a sus padres para contar lo que ocurría. Una madre, con la fe inculcada de toda una vida, le dijo a su hijo: “Haz caso a los profesores, haz caso a la tripulación”. Ese consejo, que en cualquier otro momento habría sido virtud, en ese instante fue una sentencia de muerte. Y esa madre, como muchos otros padres, quedó condenada a arrastrar un arrepentimiento imposible de curar.
La disciplina que enseñaba que dudar era pecado y que obedecer era virtud se convirtió en una trampa mortal. Mientras los jóvenes permanecían en silencio esperando instrucciones, el capitán —el mismo que exigía obediencia— se quitaba el uniforme para no ser reconocido y huía del barco que se hundía. El contraste fue insoportable: los que obedecieron murieron, los que traicionaron sobrevivieron.
Pero la tragedia no terminó en ese abril de 2014. Los buceadores, en su mayoría voluntarios, que descendieron al infierno submarino para recuperar los cuerpos, se llevaron consigo imágenes imposibles de borrar: aulas enteras sumergidas, objetos personales flotando, jóvenes atrapados en la quietud de la obediencia. Varios de esos buzos no resistieron el peso de esas visiones y acabaron con sus propias vidas. El dolor se propagó como una onda interminable: del mar a las familias, de las familias a los rescatistas, de los rescatistas a la memoria colectiva.
El Sewol fue más que un naufragio: fue la prueba de que la obediencia sin pensamiento crítico no es seguridad, sino peligro. Fue la herida de descubrir que lo que siempre se nos enseñó como virtud —confiar en la autoridad, no cuestionar, esperar instrucciones— puede convertirse en la raíz de la muerte.
Al final, lo que mató no fue solo el mar. Fue la obediencia.
Y sin embargo, la memoria no se hundió con el barco. En cada aniversario, miles de personas vuelven a escuchar “Spring Day” de BTS. Nunca se ha confirmado oficialmente, pero todos saben que es un réquiem encubierto: la nieve que no se derrite, la espera que no acaba, el deseo imposible de reencontrarse con los que ya no volverán. Desde su lanzamiento en 2017, sigue en las listas coreanas, año tras año, porque ya no es solo una canción: es un lugar de duelo compartido.
El Sewol nos recordó la fragilidad de la vida y el peso mortal de la obediencia ciega. Spring Day nos recuerda, una y otra vez, que los ausentes siguen siendo parte de nosotros. Que no olvidamos. Que cada primavera, aunque no haya flores, seguimos esperándolos.
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