Entrada 1 – El corral y la casa de los abuelos
La casa de mis abuelos
tenía un alma propia. No era solo paredes y tejas: era un refugio lleno de
rincones, olores y sonidos que hoy aún puedo cerrar los ojos y revivir.
En el comedor, a ambos lados de un reloj de péndulo que marcaba las medias y
las horas con voz grave, había dos alacenas empotradas en la pared. Para
nosotros, niños curiosos, esas alacenas eran cofres del tesoro: botes de leche
condensada con dos pequeñas aberturas en la tapa —una para que entrara el aire
y otra para que saliera ese chorro espeso y dulce—, mermelada de naranja con el
toque amargo de la corteza que hacía mi abuela, y caballa en escabeche que
nadie nos prohibía y que yo devoraba sin reparos.
El corral, al aire libre, estaba lleno de historia. El gallinero y la
cochiquera, abandonados de su propósito original, se habían convertido en
improvisados almacenes. Las conejeras seguían en uso, con sus jaulas de madera
y red metálica y esos cajones de cría con tapas exteriores. Allí, las
tentaciones eran irresistibles: abríamos las tapas para coger a los gazapos,
bolitas de pelusa tibia con los ojos aún cerrados. Al sentir nuestras manos,
chillaban con fuerza, y las madres se agitaban nerviosas mientras mi abuela nos
reñía por enésima vez.
Pero si había algo que daba vida al corral eran las plantas. Mi abuela tenía
dedos verdes: lo que tocaba, crecía. En macetas y parterres aparecían flores y
hojas de todas las formas y colores. Había un rosal tan viejo que su tronco
parecía el de un árbol joven, y daba rosas blancas con toques crema y rosados.
También crecían ababol —esas amapolas delicadas, de pétalos casi de papel y
savia blanca pegajosa— y la misteriosa pastoreta, que más tarde supe que se
llamaba cerezo de Jerusalén: hojas duras, verdes oscuras, y frutos rojos como
canicas, que nosotros “cosechábamos” para jugar a hacer guisos imaginarios.
Ese corral no era un simple patio: era un escenario vivo donde cada elemento
—planta, animal, mueble o rincón— tenía un papel en nuestras aventuras. Y
aunque los años han pasado, todavía puedo sentir la mezcla de aromas: el
perfume tenue de las rosas, la tierra húmeda tras el riego, y el dulce espeso
de la leche condensada que nos untaba los dedos.
Entrada 2 – Sabores y juegos del campo
En aquellos días, la
fruta no venía en bolsas de supermercado: crecía al alcance de la mano, fresca,
tibia de sol, y a veces con un toque de polvo que bastaba con limpiar en la
camiseta.
Las naranjas eran más que fruta: eran agua dulce para cuando jugabas lejos de
casa y de los grifos. Pelarlas con los dedos, sentir ese chorro mínimo de zumo
que salía disparado, morder un gajo frío… y seguir corriendo. Los dueños de los
campos no te reñían por comerte unas cuantas; sabían que aquello no hacía daño
ni a los árboles ni a su economía.
Las almendras verdes, tiernas y acuosas, con un sabor que nunca más he vuelto a
encontrar. Las algarrobas, masticadas con paciencia para arrancarles el dulzor
terroso de su pulpa seca. Los higos silvestres, con su piel áspera y su
interior casi licoroso, dulzura pura que se deshacía en la boca. Y los tallos
tiernos de algunas hierbas, arrancados al paso, que sabían a frescura vegetal y
aventura improvisada.
Pero no toda fruta era inocente. Las sandías tenían un código distinto: no se
cogían a plena luz del día, sino en incursiones nocturnas que parecían misiones
secretas. Escoger las más grandes, sentir su peso fresco en los brazos,
llevarlas a casa y, antes de tallarlas, vaciarlas con cuidado para comernos
cada gramo de su pulpa roja y dulce. Solo entonces, con la cáscara vacía,
comenzaba el arte: tallarlas para hacer farolillos. La luz de una vela
brillando a través de la carne rojiza que quedaba adherida a la corteza creaba
un resplandor extraño, cálido, que duraba lo que durara la noche.
Comer fruta en el campo era libertad y juego. Convertirla en farolillo era arte
y complicidad. Y todo formaba parte de ese verano que parecía no terminar
nunca.
Entrada 3 – Aventuras y pequeños
peligros
El verano no era todo
dulzura y fruta fresca; también traía sus pequeñas pruebas, esas que todos los
niños pasábamos y que hoy se recuerdan con una sonrisa.
Las avispas eran inevitables. Siempre había alguna sobrevolando la fruta
madura, flotando sobre un vaso olvidado de refresco o reclamando su parte de la
sandía recién cortada. Tarde o temprano, el zumbido se convertía en un latigazo
caliente sobre la piel. Entonces se activaba la sabiduría de los mayores:
buscar un rincón de tierra, orinar sobre ella, mezclar hasta hacer un barro
espeso y aplicarlo en la picadura. El amoníaco aliviaba el dolor y el picor, y
cuando el barro se secaba, quedaba la marca de guerra y la anécdota para
contar.
En la terraza, las noches de verano eran una mezcla de placer y tortura.
Sentarse a tomar la fresca mientras los mosquitos formaban escuadrones
invisibles era una prueba de resistencia. Aun así, nadie renunciaba a esas
conversaciones bajo las estrellas, aunque implicara rascarse hasta el amanecer.
No todos los encuentros con la naturaleza eran hostiles. Un día, mi padre
atrapó una ardilla que se dejó coger porque apenas podía ver: los ojos
cubiertos por una costra espesa de pus. Preparó una infusión de manzanilla, la
dejó templar y, con algodón y paciencia infinita, le fue limpiando poco a poco,
reblandeciendo la costra hasta retirarla. La pobre ardilla recuperó su mirada
brillante y, cuando se sintió libre, escapó con un salto.
El verano estaba lleno de esas pequeñas historias: algunas dolían, otras
picaban, otras curaban. Todas, de un modo u otro, nos enseñaban algo.
Entrada 4 – El chalet de las vacaciones
Mis padres lo llamaban el
chalet, aunque era una casita sencilla de una sola planta. Estaba un poco
elevada sobre la acera, con parches de plantas decorando la entrada. Para
nosotros, era mucho más que una casa: era el escenario de todos los fines de
semana, Pascuas, Navidades y, sobre todo, veranos que parecían no acabar nunca.
Por dentro tenía tres habitaciones, un baño, la cocina y el salón-comedor. Lo
suficiente para que todos estuviéramos cómodos, sin lujos, pero con esa calidez
que dan los espacios vividos. Delante, una terraza donde las noches se llenaban
de charlas, aire fresco… y mosquitos empeñados en unirse a la reunión.
Detrás, el huerto: un mosaico de árboles frutales, hortalizas y plantas que
daban de comer y perfumaban el aire. Allí aprendí a reconocer el olor de la
tierra regada al caer la tarde y el sabor de la fruta recién cogida.
En un rincón, la piscina pintada de azul, no muy profunda, perfecta para
refrescarse y pasar horas entre chapuzones y juegos. Alrededor, la parte
delantera de la parcela estaba vallada y llena de plantas ornamentales que mi
madre cuidaba con esmero, poniendo color y vida a cada temporada.
Ese lugar tenía un ritmo propio. En Pascua, olía a flores nuevas y a comidas
largas al sol. En Navidad, el huerto dormía, pero la terraza seguía siendo
punto de reunión, ahora con chaquetas. Y en verano… en verano todo se volvía
luz, calor, fruta fresca, agua, risas y noches infinitas.
Aquel chalet no era solo un segundo hogar: era un territorio de libertad,
aprendizaje y felicidad sencilla, tejida con momentos que hoy guardo como un
tesoro.
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