El patio de la Señora Rosa era un reino secreto.
En medio, la higuera se levantaba como una catedral verde, con ramas que daban sombra y frutos que caían al suelo como campanas dulces. Al fondo, un muro viejo tenía un agujero, y para nosotros no era grieta: era un umbral. Más allá empezaba el “mundo mágico”, un jardín abandonado donde rondaban los gatos como príncipes famélicos.
Éramos tres —mi hermano, Ricardo y yo—, y lo teníamos todo: una higuera, un agujero en el muro y el tesoro de la merienda. La señora Rosa, con sus manos sabias, cocía los higos hasta convertirlos en un dulce espeso que untaba entre rebanadas de pan. Ese sabor, pegajoso y luminoso, era el estandarte de nuestras tardes.
Con la mortadela de repuesto hacíamos otra cosa: la tendíamos como cebo, un sacrificio inocente para atraer a los gatillos del otro lado. Llegaban hambrientos, ojos de vidrio, costillas marcadas, y algunos se dejaban coger, resignados pero agradecidos. Comían lo que para nosotros era lujo y, mientras duraba, compartían el calor de nuestras manos y la risa que rebotaba contra el muro.
Era un trueque silencioso: ellos nos regalaban la ilusión de la amistad salvaje, nosotros les dábamos un bocado y un respiro. Y en el aire quedaba ese olor a higos cocidos y a verano, como un pacto secreto que todavía hoy me persigue en la memoria.
A veces basta el recuerdo de una higuera, un agujero en el muro y unos gatos famélicos para entender que la infancia fue un reino donde todo cabía.
No es solo mi infancia, todos tuvimos un reino secreto así
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