martes, 23 de septiembre de 2025

EL PATIO DE LA SEÑORA ROSA

 El patio de la Señora Rosa era un reino secreto.

En medio, la higuera se levantaba como una catedral verde, con ramas que daban sombra y frutos que caían al suelo como campanas dulces. Al fondo, un muro viejo tenía un agujero, y para nosotros no era grieta: era un umbral. Más allá empezaba el “mundo mágico”, un jardín abandonado donde rondaban los gatos como príncipes famélicos.

Éramos tres —mi hermano, Ricardo y yo—, y lo teníamos todo: una higuera, un agujero en el muro y el tesoro de la merienda. La señora Rosa, con sus manos sabias, cocía los higos hasta convertirlos en un dulce espeso que untaba entre rebanadas de pan. Ese sabor, pegajoso y luminoso, era el estandarte de nuestras tardes.

Con la mortadela de repuesto hacíamos otra cosa: la tendíamos como cebo, un sacrificio inocente para atraer a los gatillos del otro lado. Llegaban hambrientos, ojos de vidrio, costillas marcadas, y algunos se dejaban coger, resignados pero agradecidos. Comían lo que para nosotros era lujo y, mientras duraba, compartían el calor de nuestras manos y la risa que rebotaba contra el muro.

Era un trueque silencioso: ellos nos regalaban la ilusión de la amistad salvaje, nosotros les dábamos un bocado y un respiro. Y en el aire quedaba ese olor a higos cocidos y a verano, como un pacto secreto que todavía hoy me persigue en la memoria.

A veces basta el recuerdo de una higuera, un agujero en el muro y unos gatos famélicos para entender que la infancia fue un reino donde todo cabía.

No es solo mi infancia, todos tuvimos un reino secreto así

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