Creo que de pequeña siempre me sentí más en casa en el chalet que en el piso de la ciudad. Allí, todo olía distinto: la leña en la chimenea, el aire frío en las mejillas al correr por las calles de tierra, ya fuera a pie o en bici.
La urbanización era rústica hasta lo entrañable. Solo unos pocos metros del camino de entrada estaban asfaltados, y el asfalto terminaba de golpe, mucho antes de llegar a nuestras casas. Las nuestras estaban en los arrabales, en la zona más nueva y asilvestrada, donde todo parecía aún por conquistar.
El barranco del Carraixet nace en la Sierra Calderona y desemboca en Alboraya, en el Mediterráneo. Corre más de 50 kilómetros, pero para nosotros fue mucho más que un cauce: fue frontera, escenario y territorio de aventuras.
En Pascua, cruzábamos la carretera que nos llevaba cada fin de semana desde la ciudad al paraíso. Bajo su puente corría el barranco del Carraixet, nuestra columna vertebral. En Pedralvilla, el Carraixet cruzaba gran parte de la urbanización y marcaba la frontera con Torre de Portaceli, la “otra” urbanización, más pija y misteriosa.
Cerca de nuestras casas había un acceso sencillo al cauce, y allí nos esperaban nuestras aventuras. Las socavaduras en las paredes eran para nosotros cuevas, y esas cuevas se convertían en campamentos base.
Un año encontramos una cuerda verde de nylon. Decidimos atarnos un pie cada una, como si fuésemos prisioneros en una reata. En llano funcionaba; en el barranco, caía una y todas íbamos detrás, muertas de risa. Colgamos la cuerda sobre la boca de la cueva como si fuese ruta de escape y emprendimos una expedición a la colina del “pino solitario”. Desde el campamento lo veíamos como un Everest. El camino fue enrevesado, arrastrando un tronco que nunca supimos por qué cargábamos, perdiéndonos entre pinos jóvenes con ramas bajas que nos arañaban los brazos. Cuando al fin llegamos, nos sentimos como Edmund Hillary en la cima del mundo.
Otro año, el tiempo nos jugó otra partida. La Pascua nos sorprendió con lluvia, y pasamos la mañana refugiadas en la cueva, zampando toda la comida que llevábamos. Al volver, caladas y risueñas, descubrimos que todavía no era ni mediodía. Llegamos a casa a tiempo para comer otra vez, como si la aventura no hubiese hecho más que abrirnos el apetito.
El Carraixet, sin embargo, también sabía transformarse en algo más grande que nosotros. Un año de lluvias torrenciales, se convirtió en un torrente imparable. Yo me perdí la mayor parte del espectáculo, pero aún alcancé a verlo cuando las aguas habían bajado a la mitad: un cauce cristalino sobre un lecho de cantos rodados, redondos y rosados, entre formaciones que brotaban como corales de secano. A los lados crecían miles de adelfas, que nosotros llamábamos baladre, pintando el paisaje de un verde obstinado.
Y una vez, más raro todavía, Pedralvilla entera se vistió de blanco. La nieve cayó sobre tejados, calles de tierra y pinares. Nuestro mundo, de pronto, parecía otro país, y nos regaló un invierno irrepetible.
En esos días, entre la cuerda verde, las cuevas improvisadas, las lluvias y las nevadas milagrosas, comprendimos que la infancia no era un tiempo perdido, sino un reino entero donde cada esquina podía ser frontera, aventura o paraíso.
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