viernes, 13 de enero de 2012

MUTANTEZ

No recuerdo mi infancia. No tengo ni una foto que llene ese vacío de mi memoria.
Mi primer recuerdo es abrir los ojos en una habitación en casa de mis padres a la edad de 15 años. Me sentí totalmente desorientada. La decoración era bastante impersonal, de tonos neutros, más funcional que decorativa. La única nota de color era un póster de una réplica de “El Jardín de las Delicias” de Boticcelli, firmado “De tu otro Boticelli”
Mi padre era vigilante en un museo bastante miserable. Mi madre era bibliotecaria de una pequeña pero bien surtida biblioteca perteneciente a una especie de Centro Cultural que acogía una variopinta diversidad de agrupaciones de lo más extraña. El Club Esotérico de la Otra Realidad, Agrupación para la Ayuda a los Drogadictos Virtuales, Gabinete de Exploración Multipersonal, Club de Amigos de la Pintura Ritualista, Taller de Manualidades Alquímicas, Universidad Popular Paranormal y Esotérica …
Después de un periodo breve de desorientación, mi vida parecía volver a su cauce habitual. Las típicas travesuras de adolescente (y otras no tan típicas), las broncas, los ligues …
Me gustaba explorar los sótanos del museo. No es que estuviera permitido, de hecho, podría llevarme una buena paliza si mi padre se enteraba. Encontraba mucho más interesantes y atractivos los objetos guardados en polvorientas cajas que los expuestos en las salas de arriba. Realizaba mis propias investigaciones, leía los informes de cada pieza y luego iba a la biblioteca a leer un poco más sobre el tema relacionado con el objeto. Me apunté a varias clases de la universidad popular, pintura, manualidades, fotografía. Era bastante mala en pintura, el arte no era lo mío como artista, claro. En aquellas clases conocí a un genio en el arte de copiar cuadros.
Una de mis excursiones al sótano del museo me proporcionó un fantástico descubrimiento.  Un cuadro sin catalogar tamaño de dos folios juntos. Se desconocía el artista y no lograban situarlo en una época determinada. Era bastante macabro y gore. No pude resistir la tentación y me lo llevé a casa. Cuando mi padre lo descubrió me dio tal paliza que estuve una semana sin ir a clase. Pero aquello solo consiguió reforzar mi determinación por conseguir el cuadro.

Junto con otros amigos había alquilado un viejo taller de coches, bastante espacioso e iluminado. Allí nos reuníamos y manteníamos ocultos todos aquellos objetos que no queríamos que nuestros padres descubrieran. Yo tenía algunos viejos libros de demonología y esoterismo y algunos de arte que había sacado de la biblioteca y había olvidado registrar.
David Lunch tenía allí sus trastos de pintar. No es que no quisiera que sus padres los vieran, pero su madre estaba continuamente quejándose del olor de los óleos y la trementina.
Isabel Harper tenía su huerto de plantitas ilegales y una especie de laboratorio alquímico.
Paul Andersen siempre estaba en el foso, bajo las cuatro ruedas de su inservible coche.
Peter Potter era un realquilado nuestro que contribuía con la mayor parte del alquiler y gastos del local a cambio de un lugar donde trabajar. Hacía fotos porno. Tenía una estupenda cama redonda, enorme y muy útil. Creo que todas las chicas que traían los tíos posaban para él, incluidas Isabel y yo misma. Era un cabrón guapísimo y muy convincente.
Cuando me recuperé volví al museo y saqué de nuevo el cuadro. Se lo llevé a David y le pedí que me hiciera una copia. Estuvimos discutiendo bastante rato. David era muy perfeccionista e insistía que para que la copia fuera buena de verdad tendríamos que usar los mismos materiales de cuando fue pintado el original y estudiar la técnica del artista.
-Ja! Pues vas a tener que aguantarte. No se sabe quién es el artista ni en qué año fue pintado –respondí triunfante. Pero David no se rendía fácilmente. Al final hizo una investigación bastante más meticulosa que la del museo y aunque nunca supimos el nombre del autor afinó bastante el periodo en el que fue pintado, la corriente a la que pertenecía y la nacionalidad más probable del pintor.
El laboratorio de Isabel fue de inestimable ayuda y como siempre David realizó un trabajo tan impecable que era difícil distinguir ambos cuadros.
-Es una pena que tu obra no vaya a salir de su caja nunca –le dije mirando ambos cuadros.
- Qué quieres decir?
- Que el original me lo quedo yo.
- Estás loca, como te pillen te espera algo más que una paliza.

Hablando de palizas, recibí bastantes, por cualquier motivo que se lo ocurriera a mi padre y cada vez eran peores. Pasé bastante tiempo convaleciente y llegó el momento en que temí por mi integridad, así que decidí poner remedio. Recurrí a la maravillosa oferta de cursillos del Centro Cultural y me apunté a unas clases de defensa personal. Al principio no conseguí devolverle ni un solo golpe a mi padre, aunque fue más bien por prudencia, pero logré, disimuladamente, evitar los peores golpes, hasta el día en que me sentí con la suficiente seguridad y capacidad para tumbarlo y asegurarle que si me ponía una vez más la mano o lo que fuera encima lo mataría. No hubo necesidad de explicárselo dos veces.
Un día, Paul apareció con un amigo, Bill Monroe. Congeniamos enseguida. Inocentemente le enseñé mi cuadro y alardeando de habilidades ajenas, amigos y contactos le hablé del talento de David. Bill insistió en acompañarme durante alguna de mis visitas no programadas al museo y así fue como comenzamos una lucrativa sociedad dedicada al delito. Hasta el día en que apareció Malcom.
Malcom era el detective de una agencia aseguradora de objetos de arte. Guapo, inteligente, culto, educado, fuerte, todo lo que una chica desea en un hombre, e incluso un oscuro pasado con secreto incluido. Sabía muchísimo sobre arte y sobre seguridad, mucho más que yo, que a mis 22 años me consideraba una experta.
Nos conocimos de una forma curiosa. Yo hacía un trabajo y él me pilló. Aún no entiendo por qué no me delató. Devolvió la obra robada y se casó conmigo (si, si, así de extraño como suena resultó de lo más natural). A Billy no le sentó nada bien. Nos fuimos a vivir a Nueva York y cuando murió, me volví a Londres. Aquella época fue tan anodina como no debió ser, a penas recuerdo algo. Murió en un accidente de coche.
Soy terca y me gusta aparentar que soy una cabecita hueca. No hay mejor forma de conseguir que haga algo que prohibírmelo o ponerme impedimentos. La edad me ha dado un poco de sensatez, o eso quiero creer, y Malcom me enseñó a contar hasta cien antes de actuar. Me angustia no recordar parte de mi pasado. No suelo comentar con nadie mi capacidad psicométrica. Por lo que sé lo tengo desde que nací.
A veces, veo una cara, un paisaje, un objeto y me recorre un escalofrío. Puede que tengan que ver con mi pasado olvidado, o simplemente …  no sé.
El cuadro aún lo conservo. Malcom lo odiaba e intentó convencerme de que lo devolviera o me deshiciera de él, pero no pude. Lo siento mío y es un sentimiento muy fuerte.
El cuadro representa una batalla, el Cielo contra el Infierno, sólo que hay ángeles que no parecen muy angélicos. Siempre me hizo sentir que el Bien y el Mal, el Cielo y el Infierno no estaban claramente definidos. El paisaje es urbano, una ciudad con edificios altísimos como rascacielos brillantes de metal y vidrio y detrás, al fondo, un laberinto de muros negros con siete puertas. El campo de batalla está cubierto de cadáveres, miembros, sangre y vísceras. Es bastante macabro, lo sé, pero me provoca una fascinación enorme. He pasado muchas horas sentada frente a él, mirando, buscando una respuesta a no sé que pregunta, tal vez a mi pasado.

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